En 1955, Robert Aldrich (1918-1983) filmaba un western marcado más por la línea propia del cine de aventuras que por la épica histórica del descubrimiento y colonización de los territorios situados al oeste del Mississippi: Vera Cruz. Sus dos protagonistas, un oficial sudista derrotado, incapaz de sobreponerse al ideal caballeresco de Virginia (Gary Cooper), y un cínico y despiadado pistolero (Burt Lancaster) irrumpían en una nueva frontera legendaria marcada, en esta ocasión, por otra barrera fluvial: el Río Grande. Y el objeto de su cabalgada era medrar, como mercenarios, en la guerra mejicana que mantenían los partidarios de Benito Juárez y el emperador Maximiliano, sin otra causa que la de llenar sus alforjas de dinero.

Durante los diez primeros minutos de la película, la maestría de Aldrich para convertir un puro tebeo en un ejercicio de estilo, plagado de complejidades verosímiles, imprimiendo un sello personal al relato, que acabaría creando escuela, colocaba al espectador en situación; es decir, en esa agradable predisposición, en que arrellanado en la butaca, se piensa de inmediato: "Cuénteme lo que quiera, mister Aldrich, porque, después de este arranque, ya nada puede ser capaz de aburrirme". Y, en efecto "Quijote-Cooper" y "Lancaster Dientes Blancos", histriónico y simpático -todo vestido de negro- se deslizan por ese escenario revolucionario donde no falta el arcón de un tesoro, una bella ladronzuela del terruño -Sarita Montiel- una pérfida aristócrata francesa -Denise Darcel- un elegante oficial mejicano -César Romero- y un elenco de malvados secundarios de lujo -Ernest Borgnine, Charles Bronson, Jack Elam- entre mariachis, tiroteos sin cuento, espléndidos escenarios reales, y un duelo final que se convertiría en el espejo esperpéntico donde acabaría por mirarse todo el "spaghetti western" de los sesenta. No debe extrañarnos que Sergio Leone -amigo de Aldrich que le sustituiría en la dirección de Sodoma y Gomorra en 1961- se apropiase de parte de la estética "veracruciana" o que Richard Fleischer se animase a filmar idéntica aventura mejicana en Bandido (1956), impulsando este tipo de western que cultivarían desde Gordon Douglas (Río Conchos0, 1964) hasta Sam Peckimpah (Grupo salvaje, 1969), pasando por Richard Brooks (Los profesionales 1965). Hablamos de un filme de referencia.

Se ha escrito que Vera Cruz es un western menor y, tal vez, el más amable de la filmografía de un director caracterizado por un cine violento, machista, dedicado a exaltar la épica del perdedor mediante su inmolación o la gesta aparentemente inútil. Ahí están, en efecto, Doce del patíbulo (1967), La banda de los Grissom (1971) El emperador del norte (1973) Rompehuesos (1974) o esa emocionante obra maestra que es La venganza de Ulzana (1972) que confirman parte del retrato ideológico del cineasta. No hablemos de uno de sus ejercicios más crueles, interpretado, excepcionalmente, por dos mujeres, Joan Crawford y Bette Davis, ¿Qué fue de Baby Jane? (1965). Pero Aldrich fue mucho más complejo y versátil. Uno de esos tipos que hicieron grande el cine de los domingos, imponiéndose una admirable obligación: no aburrir jamás al espectador. Si el lector, en estas fechas navideñas, está ya harto de los contenidos de los telediarios, y no desea padecer más taquicardias de las que suelen imponer las cenas y reuniones familiares de estas fechas, es mejor que renuncie a algunos de los títulos citados. Pero si desea pasar una buena tarde, olvidándose del precio de los langostinos congelados, y de los señores Rajoy y Zapatero, acepten el regalo de un programa doble que les propone este humilde cronista: viajen hasta Vera Cruz y vivan, después, una aventura en el desierto con uno de los Aldrich más puros y estimulantes, El vuelo del Fénix (1965). En enero ya volverá el fútbol.