El año transcurrido ha sido bueno para los que cuentan con recursos, seres sin problemas que han tenido la oportunidad de elegir y de optar para mantener su capital a buen recaudo. Para la gente del común, para las empresas pequeñas y medianas, ha sido un tiempo de angustia y desesperanza.

Dado que el epicentro de la crisis se sitúa bajo nuestros pies, varias cosas se han puesto de manifiesto: la primera es que el estilo de vida occidental está tocado. El Estado, el anciano ente soberano, se ha desvanecido como un espejismo, y con él la promesa de cohesión social por la que, en gran medida, se justificaba. Entre la arrogancia del gran capital, por un lado, y Wikileaks por otro, le han despojado de sus ropajes, dejándole a la intemperie. El vacío creado ha sido ocupado por otros poderes que se mueven a sus anchas sin más límites que los que así mismos les place darse.

La crisis ha venido a mostrar que la relación de confianza entre la gente y sus representantes políticos ha hecho aguas. La democracia, tal como se entendía, ha resultado seriamente dañada, de suerte que la distancia entre el comportamiento errático de la clase política y el electorado no ha hecho más que agrandarse hasta adquirir dimensiones abismales. Los partidos políticos y otros entes representativos del trabajo o de la empresa han adquirido un aire fantasmal, por lo que no es de extrañar el descrédito que les afecta. Tanto da que se trate del grupo en el poder como del grupo de recambio, puesto que uno y otro obedecen a mandatos que no son los de sus votantes.

La batalla, en fin, contra los autores y los instrumentos del estropicio que padecemos no sólo no se ha ganado sino que los más han sido derrotados. Verdaderamente se puede decir que el siglo XXI, que debutó con la siniestra destrucción de las Torres Gemelas, se ha visto confirmado con la ola devastadora de la crisis. Las cosas, pues, no serán jamás como fueron.

Cuesta entender, sin embargo, que cambalaches tales como el que la deuda privada se haya convertido en pública ?-para que los ventajistas multipliquen aún más sus ganancias en el gran casino de las finanzas globales, donde abundan los estafadores- se haya consumado sin que la multitud de damnificados alce su voz. Motivos para ello hay, pero algo lo impide.

Lo que lo impide, a mi modo de ver, es el clima gélido de miedo que se ha expandido por doquier hasta penetrar por los poros y las mentes de la gente. El miedo es libre, sin duda. Pero estamos ante un miedo inducido, sistémico, que suele ser el acompañante oscuro de todas las grandes crisis. Un miedo que emana de distintas fuentes, desde los discursos aparentemente inocentes y entretenidos que ponen fecha a la llegada del fin del mundo, en sus distintas variantes escatológicas, hasta los relatos más verosímiles que hablan de que el planeta ha llegado a rebasar sus límites y que el crecimiento por el crecimiento no es una buena idea.

En este escenario cada cual recrea y agudiza sus propios miedos. Temor a los mercados y a sus cábalas. Temor a perder señas de identidad. Miedo a los chinos, a los desastres potencialmente mortíferos de guerras por venir. Miedo al terror, que a veces se confunde con el Islam. Miedo a quedarse sin empleo o a no recuperarlo. Miedo al otro, sea inmigrante o extranjero. Miedo al futuro, a los recortes y el empobrecimiento. Miedo a hablar y a manifestarse, bajo la amenaza de un temor inconcreto que divide cualquier movimiento de protesta, que estrangula la autoestima y bloquea todo atisbo de esperanza.

El mensaje que cabría dar en el año de comienza es, precisamente, sacudirse el miedo de encima. No sabría decir cómo se hace esto y cómo sería posible superarlo desde las situaciones más o menos desventajosas en las que cada cual se encuentra. Sí creo que las ideologías del siglo XX ya no son un refugio seguro ni cabe encontrar en ellas una guía tranquilizadora. Creo también que la propia situación genera anticuerpos. Se trata de aceptar el hecho de que el mundo es como es y no como nos gustaría que fuera, pero que puede ser cambiado, al igual que nuestras vidas.