Antes decíamos, quizás con cierta e ingenua pedantería intelectual, que la derecha representaba los intereses de la burguesía dominante y constituía la herramienta política destinada a preservarlos. Hoy aquella afirmación parece, incluso, moralmente defendible. Si me permiten, casi idílica. A la vista de lo que estamos conociendo por estos pagos -con perdón-, sería absolutamente impropio hablar de representación política de unos intereses de clase. Hablamos, claramente, de la gestión subsidiaria de unos negocios particulares. De una o dos personas o empresas por ámbito territorial. Hablamos de Ortiz en Alicante, de Fenoll en Orihuela, de Sedesa y Lubasa en Valencia. Y de todos ellos, en su injusta parte proporcional en el aquelarre del Gürtel autonómico.

Los conceptos de la teoría política han sido culposamente trastocados. Ya no es válido hablar en términos de universalización o generalización -clase social-, ni siquiera de particularización -oligarquía-. Hay que hablar de singularización. Y eso se llama corrupción. La teoría política salta hecha añicos cuando observamos que quien manda en cada instancia no es el responsable político, que se convierte en un mero testaferro del corruptor, sino éste mismo que es quien toma las decisiones sustanciales. Se ha producido una transferencia de soberanía por la puerta trasera. El elector eligió a unos representantes, que ahora torticera e interesadamente hacen dejación de su autonomía. Una transferencia de legitimidad que, puesto que es constitucionalmente inviable, se convierte en el fondo en un proceso de deslegitimación de quien la realiza. Así las cosas, los electores debieran saber que, cuando ejercen su voto, algunos de quienes lo reciben lo consideran con derecho a reventa. Y debieran evaluar si es eso realmente lo que desean.

Si como las encuestas insisten en decir esto va para largo, nos tendremos que acostumbrar a distinguir entre el representante formal del poder -el político electo- y el dueño material del mismo. El déspota, que en su acepción griega original significaba "el dueño del poder". Subrayen lo de "dueño". Propietario. El poder político -más allá de la gestión de los servicios más inocuos- ya no es una herramienta de gobierno. Es un inmovilizado inmaterial en el activo, cuya principal finalidad es producir un beneficio material en el pasivo del balance de alguna despótica empresa.

La generalización de la operativa corrupta hace pensar si no se trata de una conducta individual, sino de una característica estructural que algún partido tiene de aproximarse a la política. Me permitirán ustedes una referencia al caso de Elche. El PP utiliza y utilizará la larga permanencia en el poder del PSOE en la ciudad como arma electoral. 32 años. Sin embargo, en todo ese tiempo la ciudad ha sido gobernada autónomamente por sus alcaldes. Con sus defectos y limitaciones. Y con sus aciertos. Pero, la ciudad nunca se entregó a nadie. Un ilicitano ve hoy Alicante si mira al norte y Orihuela si mira al sur y se pregunta qué sorpresa puede encontrarse si decide apostar por una alternancia política.

Y, como ustedes podrán imaginar, este proceso se cobra necesariamente sus víctimas. Víctimas de este despotismo zafio, mezquino, tan falto de ilustración como denuncia el mal gusto de las conversaciones conocidas. Despotismo de "mojito" y "me la suda", de "marisquito" y "moët chandon".

¿Qué piensan de esto los empresarios?. Más allá de los ciudadanos, son ellos las víctimas más inmediatas. Sin duda, creyeron en su día acertar con esta representación política y, ahora, se encuentran con que, no sólo no les representan, sino que trabajan para la competencia. Si reflexionan bien, concluirán que hoy están huérfanos en la política y asediados en el negocio. Mal negocio.

El estado autonómico es otra víctima propiciatoria. Es evidente que la agenda de la corrupción encuentra todas las facilidades en instancias de poder territoriales. Ayuntamientos y comunidades autónomas. Dónde quedaron las viejas utopías autonomistas y descentralizadoras tan fervientemente promovidas por la izquierda y tan diligentemente aprovechadas por la derecha. Muy lejos de lo anunciado y teorizado en su día, a mayor proximidad del poder menor control ciudadano. Clientelismo y neocaciquismo, que sin duda obstaculizan seriamente la alternancia política, son la conquista postrera de la aproximación del poder a la base social.

Finalmente, es la política la víctima principal. Sólo sobre su desaparición se puede construir un estado de cosas tal. Víctima de la violencia de los intereses. El domingo pasado un sutil reflexionador hablaba en este periódico de un golpe de estado. Es peor que eso. Es un golpe negociado. Una involución a tanto alzado. Un descomunal corte de mangas al electorado perpetrado entre aquél que ayer pidió su confianza y el tapado que hoy aparece. Ese déspota de cada territorio. Siempre tan codicioso, siempre tan poco ilustrado.