La estrategia habitual del PP, cuando le nacen y rodean asuntos relacionados con la corrupción, ha consistido en favorecer la imagen de que "todos son iguales", aludiendo, básicamente, al PSOE. Ello se articula con la habitual polarización bipartidista: un polo atrae, el otro repele. Y en medio queda una sequedad de la inteligencia y de la voluntad que impide la emergencia de alternativas e ideas que no vengan marcadas por las preferencias electorales. Si el PSOE es capaz de zafarse de ese abrazo, o no, no es cuestión a la que ahora deba referirme: lo he hecho en otras ocasiones y volveré alguna vez sobre ello -aunque, eso sí, mostraré mi perplejidad porque, en Alicante, en el momento en que peor está el PP, el Grupo Socialista esté sin Portavoz, consolando su silencio con la reiterada apelación a la bondad de la dimisión de alguno-.

Lo que me preocupa ahora es algo mucho más grave. Porque, al fin y al cabo, esa perversa dinámica de esparcir las miserias deteriora la política institucional, pero lo que ahora se difunde ataca a la fibra misma de la convivencia. Me refiero a algo que cuelga del ambiente en Alicante y en el País Valenciano: todos, todos los ciudadanos, somos iguales, pues todos haríamos lo mismo que ahora nos indigna si tuviéramos ocasión. Alguno va más lejos y cree que ya lo hacemos en el culto al Dios de las pequeñas cosas: nuestra vida, se entiende, nada entre corruptelas, favorcillos y entregas del alma a cambio de calderilla. "Ellos", al fin y al cabo, son "nosotros", pero pensando a lo grande: más altos, más fuertes, más guapos. Un modelo. Aquí, la mujer del César estaría en nómina de quien usted imagina.

Es difícil que eso lo diga públicamente un empresario o un político escuchado en un momento de gracia: pero es lo que se sugiere cuando la alcaldesa justifica sus favores laborales, o cuando los implicados no entienden las críticas que se les formulan a su expresiva manera de comunicar deseos y premios. Igualmente es un bisbiseo constante entre "personas bien informadas", esas personas sensatas a las que les desagrada la corrupción pero, más, que se hable de ella, porque desdice la imagen plácida de la ciudad amodorrada en la que, cada cual, se dedica como hormiga virtuosa a sus negocios y prefiere no saber lo que hace el vecino. Y aquí se alinean periodistas, dirigentes sociales y empresariales y votantes angustiados por lo que se dice de sus preferidos. Todos, pues, seríamos iguales. Igual de culpables, que aquí no cabe la presunción de inocencia: para muchos el mundo es mucho más perfecto si sabe, o cree, con fe casi religiosa, que cada cual es un pecador en activo o a la expectativa de destino y que el alma humana es todo lo negra que las circunstancias permiten.

Una derivada de esta tesis es que llega a aceptar que los políticos deben dar ejemplo, pero que los empresarios no, que su obligación es hacer caja, pues sólo ello creará riqueza y empleo. El que los ejemplos históricos en contra sean enormes, pues nos advierten que ciertos panes de ahora son el hambre de mañana, en nada parece afectar a tanto embelesado por el refulgir de algunos navegantes. El argumento implícito es que a los políticos "les pagamos" para que, al menos, hagan de chivos expiatorios de las malas cosas, pero que los empresarios están por encima de la ley y, por supuesto, por encima de cualquier ética. Quizá por ello las organizaciones patronales de aquí no han abierto la boca. A lo mejor es que están ocupadas preparando un seminario sobre deontología. O es que se han hecho anticapitalistas porque, desde luego, lo que vivimos es la destrucción del mercado, que éste sólo es posible con igualdad en el acceso a la información para la libre competencia: nuestro empresariado potente -empezando por tanto glorioso constructor- se ha rendido al monopolio y arrastran sus pesares, cosechando migajas y agachando la cabeza ante un poder político profundamente interventor en beneficio de una sola apuesta. Estos empresarios, los que primero se verán perjudicados por la crisis de imagen ciudadana, no es que sean iguales, es que son "más iguales" que la mayoría, en su resignación. En fin, ellos sabrán, pobrecitos míos.

En ese valle de quejidos es muy difícil gritar eso de que "no, que yo no soy igual", que no somos iguales, que muchos ciudadanos son gente honesta, profesionalmente seria, cauta en sus decisiones y en su imagen del mundo y que ante miles de situaciones cotidianas no permitirían chanchullos como con los que ahora nos entretiene esta élite ignorante, cínica y egoísta. Porque el problema no es la maldad, sino un modelo político y económico concreto. No hace falta ser un optimista antropológico absoluto para apreciar que, también en Alicante, abundan las buenas gentes, las que no se han rendido ante el becerro de oro, ladrillo y basura y que, desde muchos rincones, se acumulan ejemplos de solidaridad e indignación ante lo que nos ha caído encima.

Pero esto no es una cuestión filosófica: es muy política, y hasta económica: esparciendo sobre las cabezas de todos la sospecha que sólo algunos merecen, se trata de comprar, al muy barato precio de la in-diferencia, el último baluarte de la decencia: la conciencia crítica. Si la ciudad interioriza que todos somos iguales, que "yo" también soy igual, aunque no me haya dado cuentaÉ ¿quién protestará, quién alzará su voz? Cautiva y desarmada la ciudadanía, la corrupción habrá alcanzado sus últimos objetivos.

(Concentración contra la corrupción: Plaza del Ayuntamiento, 19-n, 20 horas).