España se enfrenta a su mayor crisis económica desde los años treinta. La II República nació en medio de un marasmo mundial. Ortega fue de los primeros en darse cuenta de la gravedad. "Tienen que estudiar la situación económica, porque va a condicionar nuestro desarrollo. Así que llamen a los economistas para que les den un diagnóstico y sepamos qué hacer", dijo en las Cortes Constituyentes. En 1977 la crisis reproducía algunos aspectos de la de 1931, pero el desconocimiento la hacía aún más peliaguda. Durante el franquismo, España había basado su modelo energético en un petróleo a dos dólares el barril. Cuando estalló la guerra del Yom Kippur, a finales de 1973, el barril subió a 30 dólares y los costes de producción se dispararon. Al principio seguimos importando la misma cantidad de crudo porque no había alternativas y la consecuencia inmediata fue un enorme aumento de la inflación, que llegó a situarse en torno al 40%. España, todavía sin Constitución, era un país en bancarrota que intentaba sacar la cabeza como una democracia respetable. Entonces, Adolfo Suárez tuvo el acierto de confiar la crisis de España al profesor de Economía Enrique Fuentes Quintana, quien puso en marcha los Pactos de la Moncloa, el consenso político y social sobre el que se edificó la Transición.

Lo primero que tuvo en cuenta Fuentes Quintana es que las duras medidas que había que aplicar tenían que afectar a todas las clases, no a un sector productivo determinado, en concreto al más débil. Lo segundo, que no sólo tenían que compartirlas los estamentos políticos y sociales, sino debía entenderlas el conjunto de la población. Es un asunto sustancial. Y es, además, justo lo contrario de lo que está sucediendo en estos momentos, en los que la urgencia partidista y electoralista impide el consenso necesario para adoptar las reformas. Reformas, hoy improvisadas y de corto recorrido, que se precipitan sin que los españoles alcancen a entenderlas y a compartirlas, entre otras cosas porque afectan, sobre todo, al batallón de la historia: a las sufridas clases medias y trabajadoras. Las medidas se repiten una y otra vez: reducciones de los salarios, subidas de impuestos y recortes de las pensiones y del gasto público social. La población las rechaza. Piensa que la tijera debería emplearse antes que nada en recortar la administración pública y sus dorados dispendios.

Los españoles están dispuestos a sacrificarse y a revisar su futuro, como se atestiguó de forma ejemplar en 1977, de la mano de un amplio consenso social. Pero éste se obtiene desde el ámbito político, y es ése ámbito el que se ha de ganar el respeto involucrando a los grandes economistas -como se hizo entonces- sobre un marco referencial que ha de establecer primero el rumbo a seguir para intentar evadir el incierto futuro de la recesión. El Gobierno tiene que acabar con su política de bandazos y desaciertos para hacerse acreedor a un amplio respaldo y emprender de una vez un camino que no debe ser ambiguo ni quebradizo.

Hoy la oposición, de manera irresponsable, se limita a aprovechar el desconcierto para sacar rédito electoral a la espera de alzarse con el Gobierno aún sobre la devastación de un sumidero opaco. No es eso lo que cabe esperar ni del Gobierno ni de la oposición. Se trata de ampliar la perspectiva con una visión a largo plazo y a partir de un gran acuerdo que evite medidas improvisadas y coyunturales. En ocasiones como la actual, los políticos, elegidos como representantes de la soberanía popular, se han convertido paradójicamente, en uno de los principales inconvenientes para defender con rigor y responsabilidad el interés general, a menudo confundido con su interés en las urnas.

Hay que acertar en el diagnóstico antes de operar al paciente. Y hacerlo con visión de futuro y de manera gradual con el fin de no entorpecer los planes de las familias y de la economía a largo plazo, repartiendo equitativamente el sacrificio. Así ocurrió en 1977 y, también, en 1992 en Suecia, cuando el Gobierno encargó a una comisión de expertos, presidida por el economista Assar Lindbeck, medidas para salvar una economía basada en el estado del bienestar, el famoso modelo sueco, que naufragaba en aquellos años de zozobra. La iniciativa escandinava, que es un ejemplo a seguir, sugería emprender reformas que, aumentando la estabilidad económica, la eficiencia y el crecimiento, respeten un funcionamiento irrenunciable de una seguridad social eficiente y tengan en cuenta los efectos de la distribución de la renta. En España, tenemos al "Grupo de los cien" que está aportando diagnósticos y soluciones. Este grupo viene proponiendo, por ejemplo, una reforma de las pensiones en la que incluye la ampliación del periodo de cálculo a toda la vida laboral o la ampliación de 35 a 40 años del periodo de cotización necesario para acceder a la pensión completa. Es un debate que no se puede obviar en una sociedad en profunda transformación.

En cualquier caso, repartir los costes es esencial para lograr un consenso que permita vislumbrar la salida del túnel. Tanto como no poner en discusión algunos logros básicos en la protección social vinculados a la distribución de la renta. Sobre la incertidumbre de la mutación que está operando la sociedad, el debate no sólo es básico sino operativo, puesto que las medidas políticas bruscas se alejan del acuerdo social, generan confusión y desestabilizan el consumo, originando un entorno económico hostil. Un caldo de cultivo inapropiado que profundiza más en el desasosiego económico ciudadano, se diría que refractario, en no pocas ocasiones, para la esfera política.