La diferencia que existe entre ciencia y superstición se salda, en términos populares, con la victoria abrumadora de esta última. No existe diario apenas que deje de incluir en sus páginas el horóscopo, nos inquietamos ante la coincidencia en un martes del decimotercer día del mes, evitamos pasar por debajo de las escaleras y miramos con mal ojo a los gatos negros pese a que, como dijo Felipe González, lo que nos debería interesar es su capacidad para cazar ratones. Esto último pertenece al otro mundo, al de la ciencia, cuyo sentido más profundo es el del conocimiento al margen de creencias sobrenaturales. Pues bien, ni siquiera los tres siglos transcurridos desde la ilustración han bastado para sacudirnos las lanas de la ignorancia supersriciosa. Así que saber, gracias al trabajo científico, que algunas de las manías están justificadas supone un alivio -para mí, al menos- considerable.

La revista Sciencie se ha hecho eco de la publicación en Geophysical Research Letters de un estudio gigantesco realizado en la Universidad de Arizona en el que se han repasado las estadísticas de más de un siglo de precipitaciones en los Estados Unidos relacionándolas con las fases de la Luna. Y el resultado obtenido apunta a que las creencias populares tienen razón: nuestro satélite influye en la cantidad de lluvia que cae. Se produce un incremento en las fases de cuarto creciente y cuarto menguante, es decir, tras la Luna llena y la Luna nueva. Pero antes de cantar victoria y recurrir al Calendario Zaragozano conviene precisar que la influencia es mínima: entre un 1% y un 2% es lo que aumenta el caudal de las lluvias en esos ciclos intermedios. Como explicó Peter Thorne, científico del National Climatic Data Center que ha colaborado en el estudio, a Science, la Luna no aclara catástrofes como las de la lluvias torrenciales que han asolado a Pakistán y a Méjico hace poco.

De hecho, tampoco se conoce cuál es el mecanismo que lleva a los efectos lluviosos desde las causas lunares. Si las mareas tienen una fácil explicación gracias a la mecánica newtoniana, la razón que conduce a que llueva más con la Luna formando una C o una D -ya saben; la Luna es mentirosa: crece con la D y decrece con la C- resulta del todo elusiva por el momento. Hace décadas que se apunta hacia ciertos cambios en la esfera magnética que envuelve la atmósfera de nuestro planeta, como un incremento, por ejemplo, de las partículas ionizadas que colisionan con las nubes, pero se trata de una hipótesis no sometida suficientemente a prueba. Y la prueba es la clave misma de la ciencia. Así que sigamos con la tradición de podar los árboles o cortar el pelo de acuerdo con el estado de la Luna. Lo de los hombres-lobo y las pócimas para el enamoramiento eficaz es preferible ponerlo en cuarentena. Y, justo en medio entre la superstición y la evidencia, está lo que me sucede a mí a la hora de ir de pesca. Cuando resulta un fracaso, puedo lamentarme porque la Luna no estaba en fase propicia. Tal vez lo mejor de todo en esta historia sea la posibilidad de echarle la culpa de nuestras torpezas a los astros.