Reconciliación, Schiele y Palestina. Dos nombres y un acto que vinculan mi experiencia lectora con la obra de Vargas Llosa, nuevo "laureado" ayer por la Academia Sueca.

El hartazgo que hace muchos años me suponía el bombardeo del "boom" de la literatura latinoamericana - del que sólo excluía a García Márquez- me llevó a creer que "castigaba" al peruano con mi decisión de apartarlo de mis preferencias, cuando en realidad me negaba el placer de leer la precisión de sus textos, la rigurosidad de sus localizaciones -geográficas o históricas- , las descripciones desnudas de la crudeza o las recreaciones sugerentes de muchos mundos novelados. Después, la sombra del "castigo" se volvía a imponer en mi querencia. El hoy Premio Nobel rechazaba hacerme unas declaraciones, como periodista, en una visita que hizo a Elche. Era saliendo del Hort del Xocolater. Me pareció tan altivo, tan displicente... Pareciera que el autor de tantas grandes obras despreciara a lo que en Madrid llaman "la prensa de provincias".

Por este episodio y aquel sentimiento de hartazgo, la reconciliación lectora tenía que ser doble. Primero, con los autores del "boom" y, después, con el peruano. Los cuadernos de don Rigoberto (Alfaguara. 1997) hicieron el milagro. Las páginas de la novela no sólo me envolvieron con su erotismo, la sensualidad insinuada e imaginada, sino que esa especie de tratado de pintura me descubrió la necesidad de corregir la gran laguna personal que tenía sobre la expresión pictórica. Tanto aprendí en esas páginas sobre movimiento, trazados, colores, sugerencias... de la obra del pintor austriaco que un día entrando en la casa de un amigo al ver colgada una reproducción de una bailarina sentada inmediatamente exclamé: "¡Ese es un Schiele!" Como si fuera una gran conocedora de su obra. Al contrario, no había visto un cuadro suyo en mi vida. Pero es que Vargas Llosa me los había dibujado a la perfección.

Vasta es la bibliografía de este "escribidor". Ni descubro nada, ni me embarcaré en haciendas en las que desbarraría. Sólo cuento los picos febriles de mi "relación" con las obras del escritor.

Otra "vibración" pictórica me llevó a viajar a París exclusivamente a ver la exposición antológica sobre Paul Gauguin. Fue después de leer El paraíso en la otra esquina (Alfaguara. 2003), con el que no sólo me adentraba en los cuadros del pintor, sino que conocía su trayectoria vital y el hecho de que fuera el nieto de Flora Tristán, esa gran luchadora por los derechos de las mujeres.

"Israel/Palestina. Paz o Guerra Santa" (Aguilar. 2006) cambia radicalmente de escenario, pero creo que son de las mejores crónicas, reportajes o entrevistas que se han escrito sobre la derivación actual del conflicto de Oriente Medio. La franja de Gaza y los territorios ocupados de Cisjordania. Árabes e israelíes confiesan al escritor sus impotencias, sus miserias, sus historias, sus sueños...

Obviamente, La fiesta del Chivo (Alfaguara. 2000) selló definitivamente la reconciliación. No obstante, ésta estuvo a punto de romperse con Travesuras de la niña mala (Alfaguara. 2006). No sé si atribuir el desencanto a la desgana lectora o a la escritura vertiginosa que parecía correr hacia un compromiso editorial y que percibía a través de sus páginas.

La imagen de altivez persiste en mi memoria, lo que ya no tiene sitio es ese "desprecio" -inconsciente e ignorante- que un día tributé a Vargas Llosa. Estoy esperando su próximo libro.