Tengo a la heterodoxia casi por una religión. Y en esta religión la venganza es un deber moral. Créanme. La venganza como complemento y epílogo de la justicia. O como sustitutivo cuando no hay justicia. La condena que la tradición cristiana occidental hace de la venganza, en el fondo esconde falta de respeto a uno mismo, claudicación y, casi siempre, pereza. En mi iglesia la venganza es una virtud teologal. El vengador es un héroe contemporáneo. Lo sé porque nunca he conseguido vengarme. Por eso me arrebató de entusiasmo la colla de Agustinet en Benidorm. Seguro que hubo otras razones para la moción de censura. Incluso, creo haber leído en este periódico a una militante socialista del lugar que aludía a razones preventivas. No quisiera frivolizar, y menos con la ciudad que ha hecho de la frivolidad una marca turística de excelencia, pero desde la ruda prosa del sur y la distancia, que me impide contrastar otras virtudes que pueda haber comportado el cambio en la gestión de la ciudad, escojo la venganza como móvil estrella de la moción de censura. Pura mística.

Contiene todos los ingredientes. La venganza servida como plato frío. Dos décadas más tarde. Ya no podía demorarse más. Y el personaje agraviante de referencia. El más frívolo gobernante que jamás tuviera esa ciudad. El recuerdo de la forma en que compró voluntades para triturar un proyecto político legitimado por los votos y tantos proyectos personales comprometidos con él. Y, encima, el trampolín que la ciudad supuso para su encumbramiento a la presidencia de la Generalitat donde se mostró definitivamente como un maestro en el arte de la trapacería y el gatuperio. En la política fue frívolo y la historia lo acabó haciendo irresponsable. O sea, que no ha tenido que responder de nada. Impresiona el contraste entre el brillante foro por el que ha hecho mutis el personaje y el calvario en que está atrapada toda su descendencia de norte a sur. Sí señor, de rositas. La viva imagen de que lo que triunfa es la pillería y las malas artes.

Por eso, la némesis de Agustín nos redimió a tantos. Era de justicia. Mucho más, era venganza justiciera. Consiguió que nos pusiéramos en su lugar. Una travesía de veinte años. Conmovió hacerse idea de las que habrían tenido que tragar. Y la decisión de salir del partido para dejar a salvo al partido. La expatriación como solución. Un sorprendente regate formal para incumplir el protocolo buscando que la ira de los dioses cayera únicamente sobre sus cabezas. A mí me perdonarán, pero yo vi grandeza en aquello. La entereza de la abeja que al picar asume su propia muerte. La dignidad de quien va al cadalso consciente de que se inmola por una causa justa. El hecho de que se tratase de todo el grupo socialista en bloque le otorgó una dimensión superior. La dimensión coral de una tragedia griega en que los dioses reservan a los héroes un destino fatídico al que no les es dado escapar. Para mitómanos.

Hoy, sin embargo, cuando estos audaces y abnegados regidores son propuestos para liderar la candidatura del PSPV al ayuntamiento, surgen una inevitable desazón y algunas preguntas. ¿Es verdad que los socialistas, como ellos mismos dicen, no tienen un plan B -B de Benidorm- para el caso de que Madrid no acepte la propuesta de candidatura?. ¿El PSPV local no se puso inmediatamente en la tarea de preparar un nuevo equipo en el momento en que su núcleo duro abandonó su disciplina?. ¿Es que, como tantos sospechan, la situación actual estaba diseñada desde el inicio?. Si es así ¿por qué optaron por dar este decepcionante rodeo, que sólo ha servido para montar un culebrón cuyo principal logro ha sido focalizar todo el transfuguismo de España en Benidorm y en el PSOE, redimiendo de un plumazo Calpe, La Vila, Denia La Vall de Laguar y la poblada lista de agravios tránsfugas de la derecha, incluyendo la operación fallida de Elche?.

La grandeza tiene sus servidumbres. Exige ser consecuente hasta el final. No se puede caminar digno hasta el cadalso para salir corriendo, cuando se llega a él, en busca del indulto. La dignidad decae lamentablemente. Deviene pillería. Como aquella que se pretendía condenar. Ya no se salva al partido, se le arrastra a una ignominiosa complicidad. Nadie queda ya redimido. Incluso, la venganza se desvanece. Se convierte en ventajismo. Y en mimetismo. Mimetismo de la misma afrenta que se pretendió conjurar. El vengador se torna hipnotizado -es de esperar que no deslumbrado- por el objeto mismo de su venganza. ¿Qué grandeza queda entonces?. Queda una ambición bajo sospecha que amenaza con trivializar su propia historia. Su sufrimiento. Queda el riesgo de banalizar sus propios agravios, algo que, llegados a este punto, constituía el eje de su credibilidad. Su único patrimonio. Todo se convierte en una dolorosa decepción. La tragedia se transmuta en comedia. Comedia de enredo. Peor aún, comedia bufa. Un festival tan del gusto de la entrañable capital de la Marina Baixa.