Las asociaciones en torno a la memoria histórica muestran una preocupación lógica por el destino de sus familiares desaparecidos. La recuperación se refiere exclusivamente a los restos corporales de los fallecidos. En este terreno, la química ofrece una respuesta inmediata a la zozobra de los allegados. No tienen necesidad de salir a buscarlos, los llevan dentro, formando parte de sus órganos más íntimos. No nos referimos al equipaje genético, que al fin y al cabo es una reproducción. Inevitablemente hay átomos en sus cuerpos que pertenecieron a sus antepasados. Esa incorporación debería tranquilizarles, aunque lleve adjunta el inconveniente de su escasa selectividad.

Cada vez que respiramos, inhalamos varias moléculas de oxígeno emitidas por Julio César cuando profirió su "¿tú también, Bruto?", y también del vaho del discurso de investidura de Aznar. En cuanto abro la boca, noto que estoy besando a Ava Gardner en su mejor momento. La interconexión material entre seres humanos está garantizada, a falta de resolver la cuestión secundaria de las proporciones. Por ejemplo, en mi composición ha entrado un número excesivo de átomos procedentes de personas mahumoradas. Nuestros cuerpos son un inmenso relicario donde puede leerse en todo momento la historia del universo.

La presencia ineludible del pasado en nuestra constitución debe tranquilizarnos, cuando nos dedicamos a la actualidad que creamos a cada momento con más pasión que a la historia, que nos posee antes que pertenecernos. El duelo por introspección nos reconcilia con los desaparecidos que llevamos dentro, hasta que reparamos en que también transportamos átomos de sus asesinos, así de promiscuo es el cosmos. Quevedo exhibe una intuición científica descomunal cuando escribe que "serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado". La conclusión es que los restos que rastrea la memoria histórica ya forman parte de nosotros, por lo que sólo poseen el valor que subjetivamente les adjudicamos. Ni un átomo más.