La ciudadanía valenciana está asistiendo a un auténtico tsunami de casos de corrupción política que a muchos nos está resultando lacerante. No se trata de una mera cuestión ética, la corrupción trae consigo un grave deterioro de nuestra economía puesto que, mantener la corrupción le cuesta a la sociedad en recursos, en bienestar y en calidad de vida.

En las operaciones fraudulentas entre políticos con cargos institucionales y empresarios afectos se distribuyen de manera muy poco equitativa recursos económicos que bien podrían haberse dirigido hacia la producción de bienes y servicios. Esto incluye, tanto los recursos directos involucrados en las transferencias de dinero, como los indirectos, esto es, el hecho de que se otorgue mediante soborno una licencia de operación a la empresa que lo paga, lo que hace es contribuir a que se limite la competencia empresarial en aras de un servicio menos eficiente y mucho más costoso que, en definitiva, acaba por redundar en perjuicio del bolsillo del contribuyente. Otro de los aspectos nocivos para una economía en la que campa la corrupción es que la incertidumbre que se genera, reduce los niveles de inversión tanto externa como interna, limitando con ello las posibilidades de crecimiento económico. A ello hemos de añadir que la práctica del fraude trae parejo la evasión fiscal, por lo que se reducen los ingresos públicos destinados a mejorar la calidad de vida ciudadana mediante prestaciones y servicios.

No es una utopía pensar que habría menos corrupción si hubiera más transparencia: si los poderes públicos estuvieran obligados a facilitar los documentos sobre la utilización de fondos públicos, contratos urbanísticos, actas de reuniones, contenidos de dictámenes pagados a precio de oro y otras informaciones. Aunque ello no es precisamente una práctica espontánea, en muchos países de la UE se han aprobado leyes que obligan a las administraciones a facilitar la información que se les solicite para que se rompa la tendencia de todo poder a la opacidad. España se sumará pronto a los países que cuentan con una legislación de este tipo. La Ley de Transparencia y Acceso de los Ciudadanos a la Información Pública, aunque con retraso, ya es un anteproyecto que está previsto someter al Consejo de Ministros. Es de esperar que de ser aprobada en el Congreso, la nueva ley acabe con la opacidad de la Administración y de los políticos.

No obstante, acabar con la grave lacra de la corrupción precisaría, además de la Ley de Transparencia, una reforma en el sistema judicial que propicie una justicia liberada de cualquier presión política: las nominaciones y destituciones de jueces y fiscales deben ser transparentes, independientes del poder ejecutivo y legislativo, y basarse en la experiencia y el desempeño. Además, debe de estar dotada de medios y recursos suficientes para que su función sea ágil y eficaz de manera que se acabe de una buena vez con la lentitud de los procesamientos.

Por último, la sociedad debe de interiorizar la gravedad del problema. Especialmente la militancia de las distintas formaciones políticas debe movilizarse y exigir a sus líderes el estricto cumplimiento sus códigos éticos. Hay que saber que, el hecho de no enviar al ostracismo político a un imputado por corrupción equivale a poner un espejo en el que todos los demás se miran y corremos el serio riesgo de que nuestros jóvenes, acaben asumiendo como propia la odiosa idea de que "el que no mama es un gil".