Cada vez que en un proceso se produce el archivo o la absolución por entender los tribunales que las pruebas han sido obtenidas vulnerando derechos fundamentales, las reacciones de los ciudadanos ante la negativa a perseguir delitos cuya acreditación se basa en datos conseguidos mediante esa vulneración, suelen coincidir con el rechazo más absoluto a la no persecución. Se justifica esta postura en una ética, que se contrapone mecánica y peligrosamente a la legalidad, a la que indirectamente se acusa, pues, de injusta. Y, algo de cierto hay en ello, ya que dejar de condenar cuando aparecen datos que revelan públicamente la realidad de unos hechos, requiere un esfuerzo argumental que sólo es posible desde la profesionalidad de los magistrados o desde la sensibilidad que proporciona la asunción sin reparos de las bases del Estado de Derecho. Bases en las que se plasma la ética del sistema democrático, generales y no relativas o subjetivas.

Porque, nadie debe poner en duda que el respeto a los derechos fundamentales es el pilar de la democracia, la garantía de los ciudadanos frente al poder de un Estado siempre dispuesto a recortar nuestras libertades. El proceso penal moderno, que tanto consiguió construir desde épocas en las que las pruebas se limitaban a las confesiones bajo tortura, es el termómetro que mide la realidad democrática de una nación, el elemento más sensible a las tentaciones inquisitivas y el que, en definitiva, debe protegerse de toda intromisión autoritaria. En ello nos va la libertad como he dicho.

Pero, entre el garantismo, como elemento imprescindible de protección de los derechos de los ciudadanos y el hipergarantismo formalista hay un paso; y, un paso que puede transformar la función esencial de los derechos en instrumentos de impunidad de los poderosos, especialmente los políticos, duchos en el arte del manejo artificial de los resortes que la ley concede en su propio y exclusivo beneficio. La línea, no obstante, entre esas dos posiciones es endeble, muy fina y hay que considerarla con extremo cuidado, mimarla si es preciso, no sea que la evitación de la impunidad de unos pocos, imprescindible, se lleve por delante la libertad de todos. Se exige e impone, pues, una especial sensibilidad y la capacidad de no dejarse influir por sucesos determinados, concretos, emitiendo respuestas generales insatisfactorias. La solución ha de traspasar lo local o puntual, inservible por relativo. Es necesario, sí, dar respuestas a situaciones de impunidad de grupos o delitos determinados, que sirvan para la sociedad en su conjunto, pero nunca se debe extremar la seguridad y poner ésta por encima de la libertad de todos. No estamos en aquellos tiempos.

España, muchas veces lo he dicho, es un paraíso para la corrupción y la razón fundamental de esa lenidad, es la falta de legislación adecuada para perseguirla. La ley es tan excesivamente parca y tan poco generosa en medidas que permitan investigar y reprimir este tipo de comportamientos, que conduce a sospecha tanta dejadez por parte de quienes cometen este tipo de delitos: los políticos. Es por ello, que la impunidad podría combatirse con buenas leyes. Esas leyes que ni siquiera se han propuesto. El silencio y la inactividad son ejemplares cuando hay abiertos casi mil sumarios por corrupción en España. Mil y repartidos entre todos los partidos. Por ejemplo, las intervenciones telefónicas se regulan en un solo precepto que tiene ya 22 años, cuando ni había móviles ni correo electrónico. Que no se reforme esa norma es la causa de que muchas investigaciones telefónicas se anulen. Pero, el legislador lleva dos decenios sin inmutarse. No va con él aunque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos le haya tirado de las orejas. Tanta desidia es sospechosa.

Y esa nueva e ineludible legislación debe ser consciente de los fenómenos que deben perseguirse, de su gravedad y trascendencia y buscar soluciones extraordinarias para situaciones también extraordinarias. Se ha de imponer un garantismo máximo para los ciudadanos y, a su vez, reducirlo drásticamente para los políticos. Ni una sola norma debe limitar los derechos y libertades de los particulares más allá de lo que hoy es regla general y aceptada; ni un paso atrás. Pero, a su vez, los políticos deben someterse a un régimen excepcional de control, de limitación superior de sus derechos, de sacrificio de su estatus ciudadano, pues es mucho su poder e igual ha de ser su responsabilidad. La Constitución debe desplegar toda su fuerza y energía para evitar que los ciudadanos puedan ser atropellados por el Estado; pero, quienes lo constituyen, quienes forman sus poderes, han de someterse a un régimen excepcional que contemple una renuncia a garantías que no pueden reclamar quienes tienen medios poderosos para delinquir, ocultar sus delitos y aprovecharse de sus resultados.

Y esta solución es constitucionalmente impecable, pues la igualdad no es igualitarismo, sino trato semejante a quienes se encuentran en situaciones idénticas. Y es evidente que no está en la misma posición un trabajador asalariado, que un alcalde o concejal. El primero no debe, por ejemplo, ver expuesta su intimidad a injerencias desproporcionadas, pues sus delitos no afectarán nunca a los intereses sociales; los segundos, sí, en tanto quienes nos representan deben ceder parte de esa intimidad a favor de sus representados. Sus bienes deben ser transparentes y la investigación de los mismos posibilitada sin limitaciones de ningún tipo. A nadie se le obliga a ser político.

Tal vez esta solución pudiera servir para mantener el equilibrio entre garantismo e impunidad con sacrificios limitados y manteniendo el Estado de Derecho. Exactamente lo contrario de lo que sucede hoy, en que son los políticos los que se eximen de todo control y los ciudadanos los que padecen intromisiones inadmisibles.