Son las once de la noche y el termómetro marca treinta y un grados dentro de casa. Es lo que tienen las noches madrileñas: la brisa no sopla, el aire queda sujeto al asfalto y toma de él las fuerzas necesarias para convertir las horas, hasta el amanecer, en un asfixio. Luego, antes de salir el sol, la temperatura baja unos grados como si tomase impulso para comenzar un nuevo día aún peor.

Las noches de Madrid son el mejor recurso para olvidarse de dormir y, tal vez con suerte, tener los ánimos suficientes para cumplir con los compromisos pendientes. Es día 10 de agosto y, por tanto, hace diez días que terminó el plazo al que Francisco Ayala y yo nos comprometimos por escrito. El plazo establecido en el contrato para entregar el texto del nuevo libro sobre la evolución humana que habrá de sustituir al publicado hace ya casi una década. Lo malo, lo peor de todo, es que no sólo el manuscrito no está listo sino que tardará bastante en tener un aspecto presentable.

Así que pasar el mes de agosto en Madrid es, después de todo, una buena idea. La brisa que, en Mallorca, viene de la mar durante el día y sopla de tierra por la noche despeja las ideas, sí, pero llega llena de tentaciones. Por el contrario, ni el mismo Belcebú daría con algo parecido a una tentación en los veranos madrileños.

Y, sin embargoÉ Madrid tiene su encanto en el mes de agosto, por más que hay que esforzarse en encontrarlo. La ciudad queda en buena parte vacía de los coches que durante todo el año colapsan sus calles. Los restaurantes en los que nunca hay sitio, salvo que te hayas acordado de reservar con la suficiente antelación, disponen de mesas libres. En los teatros se encuentran localidades bastante decentes incluso en el último instante.

Ayer fuimos a ver a un espectro redivivo, Ángel Pavlosky, a quien, de no ser por la fórmula de Dorian Gray, habría dado por momificado hace ya siglos. No es así; sigue tan fresco como hace cuarenta años, disfrazado de hada en su última obra. Antes de entrar en el teatro Español pasamos por La Celestina, el librero de viejo que suele tener sorpresas magníficas apiladas sobre las mesas en cuidado desorden. Al final puede que Belcebú haya dado con un recurso tentador. Una primera edición del AMDG de Pérez de Ayala, incluso destripada, es bocado exquisito para cualquier amante de los libros. Vicente, el dueño del local, me cuenta por qué no se la han llevado antes: al volumen le falta un cuadernillo. Daría igual si, al menos, no me lo hubiese dicho.

Librerías de viejo, teatros, fondasÉ ¿Habrá renacido en este agosto miserable y mágico a la vez el Madrid de cuando era yo un estudiante nada aplicado perdiendo el tiempo por las calles? Tal vez sí. En el restaurante Asturianos, con su comedor diminuto y sus vinos de la Ribera del Duero portuguesa espléndidos, Cristina y yo rememoramos viejos tiempos que son de ayer mismo y son ya de siempre. Es lo que tiene el verano de la meseta, agudizado por la ciudad gigantesca: compone un paisaje que no pertenece a la geografía sino a la historia. Las noches de agosto en Madrid no te dejan dormir pero, a cambio, te devuelven a aquellos años magníficos porque son eternos gracias a una pincelada que creías en el olvido, a un sabor recuperado, a un olorcillo a tierra a la que la tormenta fugaz apenas moja. Lo dijo Sabina: lo quieras o no, aquí acabas preso.