Unamuno, que se pasó la vida atacando a unos y otros, a veces contradictoriamente pero siempre con honestidad y vehemencia, se preguntó si tal postura era válida. Y reconoció que impartir acusaciones terminantes en nombre de una convicción moral nos retrotrae a épocas de "barbarie" en que las creencias condenaban, siendo manifiestamente preferible el análisis y la decisión jurídica, efectuada con garantías. Pero, aun admitiendo excesos, reconocía que a veces era imposible no desesperar de la vía civilizada y necesario efectuar juicios basados en la convicción moral. La cuestión nos enfrenta a un dilema complejo, porque, teniendo convicciones morales, aceptamos que en ciertos asuntos sea la voz de la justicia la que establezca una verdad de la que dependerán, en su caso, sanciones. Los problemas aparecen cuando desconfiamos de la Justicia, cuando creemos que no es equitativa, que es lenta o que está sometida al poder político. Entonces no podemos negarnos recurrir a la convicción moral, salvo que neguemos la existencia de normas éticas al margen de las estrictamente jurídicas.

Me estoy refiriendo a una ética pública relacionada con cuestiones públicas, políticas en muchos casos. También hemos superado etapas de barbarie en esta cuestión, desde que las democracias están sometidas a reglas de Derecho y cuentan con mecanismos de responsabilidad política que no se reduce al juicio de las urnas. En los sistemas democráticos avanzados existen fórmulas de publicidad y de posible sanción política, con independencia de lo que acuerden jueces, ya que, en muchas circunstancias, lo que será criticable según las reglas de la ética política no tiene porqué ser delito. El problema surge, otra vez, cuando la autoadministración de la responsabilidad política por instituciones o partidos hace que ésta devenga materialmente imposible, pura retórica para aludir al ocultamiento sistemático de la realidad. Igualmente se desdibuja la esperanza de responsabilidad racional si el político incurso en causas penales relacionadas con el ejercicio de su cargo hace depender de una futura sentencia su responsabilidad política actual. Mucho de todo eso estamos viviendo estos meses. Ejemplo terrible: tenemos en activo a un concejal en libertad bajo fianza acusado del asesinato de su anterior alcalde. Ello no es atribuible al mal funcionamiento de la Justicia sino a la falta de voluntad política de establecer la suspensión judicial cautelar del ejercicio del cargo público a los imputados, como viene pidiendo José María Asencio.

Ante eso: ¿debemos los ciudadanos renunciar a saber y a interpretar éticamente los hechos conocidos? Sólo puede defender esto quien elimine algunos valores éticos de la contienda democrática, asumiendo que será la propia democracia quien sufrirá las consecuencias. La cosa se complica cuando nos encontramos con un "Derecho cuántico" que renuncia o al que le es imposible establecer una verdad jurídica que se compadezca con la verdad de los hechos, haciendo depender el conocimiento exclusivamente de la perspectiva técnica del observador. No seré yo quien critique las garantías en materia de Derechos, pero tampoco es inútil recordar el escándalo que ello causa en la ciudadanía. Sirva de ejemplo el caso de laÉ ¿cómo lo diré?... presunta, posible, plausibleÉ actuación desviada de las reglas deportivas por parte del Hércules.

Si la semana pasada dije que no era delito, ahora hay recursos fundados que opinan otra cosa. Da igual, dejémoslo correr. Lo cierto es que nos encontramos ante una materia en la cual no hablamos de cuestiones privadas sino que afecta a valores públicos -imagen e identidad colectiva- de primera magnitud. El aleja de mí este cáliz que están profesando algunos implicados se está basando en curiosos argumentos. El primero es que otros usan las mismas prácticas, lo que es un reconocimiento implícito de los hechos. Se ha aludido también a la necesidad de perseguir a los que rompieron el secreto del sumario: hágase, pero ello no anula lo que pueda contenerse en él; y, desde luego, la persecución no puede extenderse a periodistas y a medios, que cumplen con el Derecho constitucional de aportar información relevante a la opinión pública. Y se ha dicho que las conversaciones grabadas están sacadas de contexto: no alcanzo a imaginar qué pueden significar ciertas frases en cualquier otro contexto, pero esa línea de defensa sólo significa que se acepta que lo publicado textualmente es cierto, por lo que la única manera de saber si hay tergiversación es conocer toda la grabación.

Llegamos al argumento central: no puede fundarse ninguna sanción en una grabación que jurídicamente no puede usarse a tal fin. Y así nos volvemos a encontrar con la pregunta sobre la verdad de los hechos. No insistiré en la cuestión jurídica, pero hago una constatación que me parece razonable: la única manera de demostrar que las prácticas enunciadas no existieron o no son antirreglamentarias sería conocer toda la parte del sumario, hoy formalmente secreto, que afecte a los hechos -salvo que alguien confiese-. Quien debería estar más interesado en demostrar la inocencia deportiva es el Hércules en todas sus manifestaciones personales y legales. Para recuperar la credibilidad bastaría con que Enrique Ortiz, parte en el proceso, prometiera que cuando disponga del sumario entero hará público el fragmento referido a los hechos que comentamos. Y que lo hiciera, claro.

Si en vez de eso algunos futbolistas y aficionados se empeñan en decir que el problema es que se ha politizado la cosa no tendremos más remedio que darles la razón. Porque si no se conoce la verdad en este asunto y a los ciudadanos se nos obliga a recurrir a la convicción moral, tendremos todo el derecho a sospechar la mayor y a hacer una extrapolación sencilla: si pudo usarse de amigos y dinero para apaños futbolísticosÉ qué no se puede haberse hecho para que los poderes públicos tomaran otras decisiones de mayor cuantíaÉ Porque nadie negará que en la política valenciana vamos sobrados de machos, piratas y cracks.