Este artículo versa sobre las noticias aparecidas, profesionalmente contrastadas, acerca de los intentos de pagos a equipos de fútbol que facilitaran el ascenso del Hércules. El asunto es triste pues afecta a las ilusiones de muchos y hasta a las convicciones de algunos. Una cierta prudencia se impone pero no debe impedir al articulista opinar sobre las mencionadas noticias, y tanto más cuando, aquí, no puede apelarse a la famosa presunción de inocencia, impermeable mágico de uso habitual por algunos de nuestros principales conciudadanos. La suerte beneficia a los que pudieran haber incurrido en prácticas antideportivas, pues, hasta diciembre, éstas no serán constitutivas de delito -¡qué alivio moral!-. Por lo tanto, los que aparecen nombrados en la información pertinente son, sencillamente, inocentes en este asunto desde el punto de vista penal. Lo que no impide que pueda ser tomada por cierta la información y como tal glosada; si así no fuera habría que esperar a que toda noticia tuviera el refrendo de una sentencia judicial antes de poder opinar sobre ella. O sea: que lo publicado y no desmentido es suficiente como para que a algunos se nos revuelva nuestro estómago alicantinísimo.

Desde hace años un buen sector de la élite político-empresarial alicantina y valenciana adoptó como lema nobiliario eso de "Más vale barcos sin honra que honra sin barcos". Es decir: que la apelación a valores como la dignidad, el honor, etcétera, son cosas del pasado que para nada sirven en un mundo de espejos, navajas y maletines. Salvo que les afecte a ellos, claro, que entonces mueven a los abogados más finos para saltar a la yugular del crítico. Soy consciente de que alguno de esos valores que invoco son originariamente predemocráticos, pero no es menos cierto que tienen una traslación precisa en la modernidad democrática y que ese grupo, auxiliado por esbirros, mendicantes de migajas y reidores de chistes, lo que ha hecho es despreciar los mecanismos de la misma democracia: el descrédito de la ética permite tomar atajos, bordear leyes y alquilar conciencias, impidiendo a los ciudadanos saber lo que ocurre, incidir legítimamente en las decisiones y desconfiar de los usos institucionales. Tales valores son meramente instrumentales y deben desvanecerse si no sirven para alcanzar el objetivo del poder y un prestigio estrecho acotado a las cortes de aduladores y a los palcos de los conchabados. La palanca para todo ello es el dinero, el instrumento, paradójicamente, más barato para alcanzar fines subvirtiendo los medios democráticos. Y como el fin del poder, a su vez, es obtener más dinero, el mecanismo tiende al infinito. Y lo peor es que muchos de estos no entienden de qué estoy hablando.

En esa tierra umbría el Hércules, desgraciadamente, está asumiendo con resplandor inusitado su papel de auténtico símbolo ciudadano: símbolo, claro, de incertidumbre, de difuminación de las fronteras entre lo público y lo privado y, en fin, de sospecha de acciones turbias. Y me adelanto: he leído opiniones exculpatorias que advierten que lo que aquí se supone que ha ocurrido ha pasado en otros equipos: pero eso no es sino legitimar la corrupción. En todo caso: esta es mi ciudad, este es mi honor, no me lo quitéis también, ladrones. E, incluso: si tanta es la podredumbre, ¿a qué narices viene tanto cántico edulcorado a la primavera deportiva a la que hemos de unirnos todos los españoles?.

En un mes el Hércules ha pasado de las glorias de Luceros a las miserias de las escuchas judiciales y a ver puesto su nombre en el almíbar podrido de las peores crónicas. ¿Qué ha pasado? Quizás algunas coincidencias, pero, también, las impaciencias de algunos y algunas de hacer caja de imagen y no sé si de otra cosa. Y ya estamos atendiendo a prácticas esenciales de Alicante: prisas, desprecio por el urbanismo regulador, insulto al contrarioÉ Para hablar de la misma cosa necesitamos referirnos al Hércules, al Hércules SAD, a Enrique Ortiz, a Cívica, a Aligestión y a la Fundación Hércules -¡qué papelón, esta fundación!-: demasiados nombres para que la razón no desconfíe. Como parcelas separadas en aras de la opacidad, pedir que elijamos una -el Hércules puro de nuestros amores ancestrales- olvidando las otras, sólo puede ser una invitación para estúpidos, nueva gasolina para el furgón fúnebre de la duda.

Apariciones en Brugal, recelos sobre la nobleza del triunfoÉ y hasta un pintoresco enfrentamiento territorial ¡con los jesuitas!, van convirtiendo esta historia bella de ascenso e ilusión colectiva en un vodevil. Y, mientras, la alcaldesa insiste en que la ciudad facilite al conglomerado de nombres 55 millones de euros, un millón más, por cierto, que lo que ha costado el nuevo Hospital de Elx. ¿Debemos tolerarlo los ciudadanos?, ¿debemos, sin más, aceptar el dopaje moral de que estos son nuestros colores y que todo vale para su triunfo? ¿Dónde nos deja eso como ciudad?, ¿merecemos algo más que el calificativo de cómplices por resignación? Lo que si merecemos, en todo caso, es una explicación urgente por parte del conglomerado de nombres o, al menos, que la Junta Directiva, tan rápida para excluir del estadio a los representantes democráticos de decenas de miles de ciudadanos, desmienta o castigue. Porque quien calla, otorga. ¿Y, mientras, pediremos a la sociedad alicantina -y de la provincia, nada menos- que se encante con el Hércules, que vibre con sus insignias? ¿Se consigue así atraer a nuevos empresarios accionistas? ¿Se aporta así tranquilidad para la campaña?.

Los símbolos también se ensucian y se vuelven contra el que abusa de ellos y, al hacerlo, los contamina: quizás vencen, pero no convencen. ¡Qué ciudad! Habrá que vigilar que la hoguera oficial sea de verdad y no un holograma. Y pedir una auditoría sobre la Santa Faz, no sea que alguien la haya vendido, lo que, por cierto, explicaría que los mismos que fervorosos invocaban a la reliquia en pos de la victoria, luego hicieran, incrédulos, al parecer, ciertas llamadas.