Llamamos pésimo periodista a quien se cree que todo un embajador en Viena dejará el cargo alegremente, a cambio de presidir un club de fútbol cuyo segundo entrenador es Miquel Ángel Nadal. El embajador en cuestión se llama Josep Pons, y su impresionante currículum disipaba cualquier cautela. Con La Haya, Copenhague y Viena en el morral -por no mencionar su trabajo clave junto a Felipe González y Zapatero-, parecía estrambótico que se colocara en la diana de un club de fútbol de la mejor liga del planeta, mientras tenía pendiente una investigación por acoso sexual en la sede de la embajada, durante su desempeño del cargo y con una empleada de la legación. Según él, una invención, una patraña, una maquinación y "una operación perfectamente montada que puede obligarme a emprender acciones personalmente". Sin embargo, no olviden que hemos venido a juzgarme a mí.

Durante una hora de conversación le pregunté a Pons de todas las formas posibles por qué abandonaba una embajada en el epicentro del planeta, a cambio de un club ruinoso. Ni una insinuación sobre un caso relevante como motivación, aunque el otro día me reconocía que "ni siquiera mis amigos lo sabían. Era una cosa que no tenía por qué salir". El ser humano es el único animal que piensa que las cosas son normales una vez que han ocurrido por lo que, al repasar la entrevista, lo veo ansioso por alejarse de algo, ávido por convencerse a sí mismo de haber adoptado la solución adecuada. Sin embargo, en aquel momento casi comparto la lagrimita cuando el embajador que tenía un secreto se lamentaba de que "tengo que dejar a mi pareja en Viena", donde es embajadora ante la OSCE. El alejamiento hace más improbable el traslado voluntario. ¿Cambiar el disfrute gratuito de la Filarmónica de Viena por la Cacofónica de Son Moix? No me haga usted reír, pero no lo vi. O no quise verlo, no me refugio en la presunción de negligencia. Para hablar del Mallorca en propiedad, un personaje exótico se compra el club cada verano, y a continuación coloca de presidente a un ser todavía más colorista. Así ocurrió con el catador Paul Davidson, que quería a Vicente Grande como factótum. Y al año siguiente con Martí Mingarro, que catapulta al incalificable Martí Asensio. En la descacharrante edición actual, Llorenç Serra Ferrer elabora un discurso sobre el compromiso social del Mallorca. A continuación, entroniza a Pons, que no estaba en condiciones de aceptar ni en el caso más favorable a sus intereses. Pons ha traído al Mallorca un problema más grave del que venía a resolver. Por elevada que sea su presunción de inocencia, no debió asumir la presidencia de la entidad hasta que el asunto se resolviera definitivamente, un dato ineludible para un diplomático de carrera y de su currículum. Todavía resulta más incomprensible que buscara alivio en el fútbol, lo cual equivale a curarse una fractura de tibia con una operación a corazón abierto. Habrá que recordarle que los trapos sucios se lavan en casa, no en el club. La acusación no la ha aireado maquiavélicamente UGT, sino el propio Pons. No rastreen ni un atisbo de juicio moral en esta admisión de culpabilidad periodística. Por conocer en profundidad al protagonista de la historia, y por haber admirado su pericia en asuntos tan sensibles como la gestión de los aviones de la CIA desde el Ministerio de Exteriores, mi estupefacción se dispara ante su torpe reacción. Será porque, como él mismo reconoce, "se habla de este asunto únicamente por el sexo". A mi juicio, la carrera futbolística de Josep Pons ha acabado antes de empezar. Hoy ya no puede impresionarme que insista en que "yo soy el presidente del Mallorca. No tengo la sensación de haberle hecho daño al club, pero me conviene más estar en un segundo plano, ocupándome de mi defensa aunque no hay ninguna demanda. De paso se rebaja la tensión". La pregunta es muy sencilla, ¿hubiera nombrado Serra Ferrer a Pons, de haber conocido la investigación en curso en Viena? Y aquí, el ex embajador recupera su fatalismo: "Si me retiran la confianza, se ha acabado". En cuanto a los periodistas, habitualmente pecamos por defecto y no por exceso. Amén.