N o hay nada como la proximidad de una Feria del Libro, el aniversario de un gran autor, o la llegada del verano, para celebrar las virtudes de la lectura. Críticos, profesores y articulistas, llegados estos momentos, se vuelcan sobre esta actividad con la misma pasión que los invitados a un cóctel lo hacen sobre los canapés de caviar iraní. Y el libro, ese objeto solitario y polvoriento, que reposa tras el florero de la estantería, se convierte, de pronto, en una suerte de varita mágica capaz de transformarnos en seres más sabios, más libres, e incluso, más guapos. Lo mismo que consigue un pleno al quince en las quinielas. A nadie, que yo sepa, se le ocurre escribir que un necio continúa siéndolo después de leer El Quijote, que un canalla no mejora de condición tras dejarse las pupilas con Los Miserables, y que un pobre ingenuo no puede evitar una estancia en el psiquiátrico tras llegar al tercer capítulo del Ulises. El libro, a semejanza de las pócimas políticas del PP, lo cura todo. Pero, ojo, el libro ha de ser algo serio; de contenido transcendente; reflejo de las grandes pasiones humanas o de los juegos y experimentos lingüísticos que tanto agradan a la Academia. O sea, terriblemente aburrido.

En España, a diferencia de otros países -Inglaterra, por ejemplo- el libro humorístico resulta una frivolidad, un espécimen menor, que apenas se cultiva y que se edita poco y con bastante desidia. Los lectores se han olvidado de Jardiel Poncela, ignoran a Álvaro de la Iglesia -con muy buen criterio- y no acaban de comprar las reediciones de Mihura, Edgar Neville o del celebrado Azcona, a quien consideran un apéndice de Berlanga. Todo lo contrario que ocurre con tipos como Wodehouse, Saki, Jerome K. Jerome, Tom Sharpe o Alan Bennett en el solar, aparentemente aburrido, de la Gran Bretaña.

Yo -que también he ponderado, con la ceja alta, las excelencias de la lectura- llegado el verano, me torno más cínico, o más sincero, y reconozco que mi pasión por los libros es directamente proporcional a mi falta de entusiasmo por la rutina del trabajo; que leo solo para divertirme, y para huir a cualquier mundo donde no exista el más mínimo rastro de mi señora suegra. Ahora, por ejemplo, siguiendo estos criterios, acabo de volver a leer ¡Noticia bomba! de Evelyn Waugh (1904-1966) y busco en las librerías otras de sus obras como Cuerpos viles, Merienda de negros y Un puñado de polvo, que el autor de la famosa Retorno a Brideshead, escribió antes de convertirse al catolicismo y volverse tremendamente serio.

¡Noticia bomba! es una desopilante historia sobre el humilde colaborador de un periódico, que escribe una columna en torno a la vida natural campestre, y que, a consecuencia de un equivoco, es enviado como corresponsal a un imaginario país africano, Ismailia, para cubrir las noticias de una guerra que no existe. Una maldita broma para un tipo flemático y despistado. Plagada de enredos e ironía, muy incorrectamente política en todo cuanto hace referencia al Tercer Mundo, la novela, que ridiculiza el mito periodístico de Fleet Stret, tiene la virtud de mantener siempre la sonrisa, gracias a la retranca del humor inglés, hacernos reír a carcajadas, y dejarnos, de cuando en cuando, un cálido sabor a ese generoso romanticismo que perdimos en algún lugar de nuestra juventud. Borges, a la hora de tratar de definir a Evelyn Wauhg, lo hizo del siguiente modo: le gustaban, dijo, "las distracciones, comer, beber, dibujar, viajar y calumniar a Aldous Huxley" y odiaba "el amor, la buena conversación, el teatro, la literatura y al príncipe de Gales". Si, han leído bien. Y lo dijo Borges. Ánimo, y a por el joven Evelyn Waugh, que el otro, el viejo, católico, apostólico y romano, ya es otra cosa: harina más invernal y oblea para adquirir, milagrosamente, la sabiduría.