Alas doce de la mañana del domingo hay en la Playa de San Juan media humanidad y parte de la otra media. Chapuzones, pala en la orilla, cremas de colores y paseantes en una y otra dirección. Al paso de uno de los sitios donde se registra mayor concentración coincido con el instante en que una madre suelta el fatídico "...¡pero si hace un momento estaba aquí!". La mujer mira hacia un lado, hacia otro, se mueve nerviosa, los de alrededor se interesan y les confirma que su niño de cuatro años ha desaparecido. Tiene el bañador amarillo. Explota a llorar mientras acude a ningún sitio. Desde que se descubrió el pastel apenas habrá pasado un minuto pero, para ella, el "impasse" es eterno. Cuántos malos rollos pueden cruzar la mente de cualquiera en una circunstancia así. Se contagia desesperación a los que pasábamos. La masa es tal, que nos encontramos ante la aguja en el pajar. Reacciona la madre y hace lo que tiene que hacer. Rumbo al Cabo, acude en busca de la Cruz Roja. Vuelve acompañada, desplazándose en dirección contraria. Tras diez minutos, un cuarto de hora quizá, regresa con el crío en brazos. Otro socorrista lo había encontrado antes. Como es habitual, el nene se había desorientado. Lo que no venía siéndolo en los últimos años es que quienes acudan desorientados a la Cruz Roja sean los mayores. En la Comunidad se han duplicado durante este curso -un 61 por ciento en realidad- las ayudas a familias sin recursos. Cáritas, el Banco de Alimentos, que también andan al quite, han registrado incrementos en una proporción similar. Alcanzamos unas cifras que angustian. Estamos en lo de toda la vida: los reveses que nos llenan de inquietud por sufrirlos un peque suelen ser nada comparados con los golpes adultos. Responsables de organizaciones de voluntariado hablan y no paran de los cuadros que se les presentan a diario. Ese sí que es un toro.