A los que me conocen, seguramente les extrañará el verme con un libro digital entre las manos, uno de esos aparatos planos, sin cables y con una fría pantalla que lo cubre todo. Es curioso descubrir que con un solo botón se enciende y se apaga el artilugio, y el resto de funciones aparecen con tan sólo posar la yema de un dedo sobre el icono que avisa del contenido que subyace dentro de esa increíble lámina que se asemeja tan inquietantemente a Dios. Y lo digo porque cada vez que rozo con mi dedo la minúscula caratulita de un libro y sale llena de esplendor una estantería repleta de prometedores ejemplares, me acuerdo de la Capilla Sixtina, con aquel Padre Eterno imponente que aproxima su dedo a la mano del hombre y le da la vidaÉ Un poco prepotente por mi parte, ¿no les parece? Pero es que ambos gestos -el mío y el de Dios- parecen confluir en un mundo, digamos cibernético, que por su magia más se parece al de los misterios, los dogmas y los rituales que a las meras fórmulas físicas salidas de la razón, no de la fe, pero que desgraciadamente nos depositan en la misma incapacidad de comprender el sentido de esta puñetera vida. Porque entender, entender, ni uno ni otro nos despejan las grandes incógnitas que penden sobre todo mortal.

Pues bien, y disgresiones aparte, ese pequeño artilugio recién nacido de informática, no de mujer, y que realiza tantas funciones impensables (te permite escuchar música, ver cine, usar el ya imprescindible internet, leer los periódicos del día y del mundo, ¡leer libros inmediatos a escoger entre dos o tres mil, o maaaás!, ver fotos, navegar con mapasÉ ¡qué sé yo!, de todo, menos hacer ajoaceite) pues esa especie de ladrillo casi ingrávido y tan lleno de posibilidades, me ha sido regalado al cumplir yo una buena cantidad de años. Y créanme, me tiene conturbada. Porque yo, que vengo de la colección Austral, del cine en blanco y negro, de las radios llamadas de catedral, de las neveras, del plexiglás, de los apagones y del escapar a casa en cuanto se oía a través de alguna ventana la sintonía de Radio Nacional -tiempo en el anochecer que marcaba el espacio entre las mujeres decentes y las de "mala nota", por usar un eufemismo que vaya con el tiempo- pues yo, digo, que vengo de aquellas edades casi borrosas, frente a mi biblioteca de libros tradicionales a los que reconozco aún de lejos por el lomo, me siento como una traidora. Porque ahora, con un imperceptible golpe parece que de magia, saco un "Crimen y castigo" impoluto que pasa las páginas casi con sólo el pensamiento.

Y aun así, el olor a papel en simbiosis con la tinta, mis subrayados, esa fecha en que lo leí, y la querencia del libro a abrirse por aquel pasaje que releí tantas veces, todas esas huellas no pueden ser apartadas con un golpe de tecnología punta; sin embargo, me temo que irremediablemente vamos a ello, y a pesar de mis reticencias a abandonar ese mundo que me tocó vivir, veré con tristeza cómo se ajan los pacientes lomos de mis familiares libros; y lo que es más, no habré tenido más remedio que asumir que mis febles ejemplares de la Austral no se leen muy bien, frente a la frescura de una pantalla luminosa. Así que, ya pronto, los viejos ejemplares andarán prestos a tomar camino hacia algún piadoso centro que recoja a estos seres que ya pertenecen a otro mundo, antes de que los devoren los pececitos del papel. No hay remedio. Porque, por otro lado -no nos engañemos- el prodigio sin cables ni botones es asombroso. ¿Saben ustedes lo que supone encontrar milagrosamente dentro de la laminilla mágica uno de esos ejemplares difíciles de encontrar porque ya, siendo clásicos, no resultan rentables a las editoriales? Recordaba yo hace un tiempo una lectura de Ángel Ganivet y fui a dar con ella a través de mi nuevo aparatito; volví a releer sus Cartas Finlandesas y habiéndome sumergido en su lectura tal y como me sucedía con el olor a tinta y papel, entendí que no iba a haber catástrofes culturales por este motivo ya que me di cuenta, sorprendida, de que no era el aspecto físico del libro lo que me había atrapado durante toda mi vida de chica de posguerra, sino que fueron las voces de los autores quienes me transmitieron sus ideas haciéndome entrar en los mundos que cada libro te ofrece. Y entender esto me liberó del pecado de traición. Porque si vamos a ver, ya le fui infiel al lápiz de madera, al palillero y plumín de mojar en el tintero, a mi vieja máquina de escribir Mercedes Underwood años cuarenta, a mis plumas estilográficas trazo grueso, y ya con tanto vaivén, una se hace a las infidelidades, tanto con el ordenador como con todo el mariachi que suele irle aparejado.

Navegar entre dos aguas. Pero les confesaré algo: dentro de un ratito acabaré de escribir este artículo en mi ordenador, haré mis correcciones habituales con muchas ventajas frente al borrado aquel sobre el folio, que quedaba como si una tirita tapase una herida, enviaré a través de mi e-mail el texto al periódico y tomando un prometedor libro que me ha venido con el lote de mi cumpleaños, me iré a algún jardín donde el ruido de los coches no se haga demasiado patente, y bajo algún árbol de amable sombra, abriré mi libro de papel, el diario rescatado de un escritor insolentemente genial que será capaz de provocarme el escenario adecuado para que el autor y yo nos pongamos en contacto. Pero sentiré también que dentro de mi bolso normal de paseo, agazapados en el extraño artilugio, yacen más de dos mil libros esperando que mi dedo, semejante al de aquel Dios de Miguel Ángel, roce la superficie para salir en tropel y mostrar a quienes lo quisieren todo el acervo cultural de tantos siglos pasados. ¡Todo eso en mi puñetero bolsillo! ¡No te jode! Y perdonen la expresión; es que navegar entre dos aguas, en este caso tumultuosas, trae estos quebraderos de cabeza.

Como decía mi abuela: "Que el Dios omnipotente / nos conserve la claridad en la mente". Pues que así sea, caramba, que así sea.