Tales de Mileto sentenció que "la felicidad del cuerpo se funda en la salud y la del entendimiento, en el saber". La catedral del saber es la Universidad. En España, lejos de hacer que sedimente prestigio en torno a ella, lejos de propiciar una atmósfera que aumente su calidad y fomente una investigación que llene el país de nuevos empleos y patentes, caminamos en la dirección opuesta. Hay unanimidad sobre la necesidad de un cambio radical en la educación. Tanto, que todo gobierno aspira cada legislatura a sacar adelante su propia reforma. Por no afrontar lo sustancial, ninguno da con la fórmula.

La última gran ocasión se presenta con el llamado proceso de Bolonia. En esta ciudad italiana, 47 países decidieron en 1999 homologar sus carreras superiores para posibilitar una movilidad sin trabas académicas en el ámbito de la Unión Europea. De la moneda única a la enseñanza unificada, por sintetizarlo. Se acaban los licenciados. Hay graduados (cuatro años de estudios), másteres (dos años más) y doctores (con tesis). La transmisión del conocimiento se personaliza, se liquida el sistema único de clases presenciales. Los alumnos deben estudiar más en casa y en la biblioteca, por su cuenta aunque tutelados, y realizar muchas prácticas.

España va a ser la última, este curso venidero, en aplicar las novedades. Conocemos ya la experiencia de otros países y no está resultando precisamente halagüeña. Hasta la comisaria de Educación de la UE admite fallos. El grado no propicia la inserción laboral por una formación insuficiente.

Muchos profesores que acogieron al principio la equiparación de titulaciones como una oportunidad modernizadora la contemplan ahora con escepticismo. Critican que no hay en la adaptación ni método ni concepto ni objetivos claros. Abundan las generalidades bienintencionadas, los adjetivos rimbombantes, las ideas utópicas, bellas sobre un papel pero de improbable cumplimiento. No hay -menos en crisis- ni medios ni dinero para hacerlo.

Así que el resultado final ha reincidido en el más pernicioso de los males de la educación española, la igualación por abajo: carreras condensadas que se degradan, materias de un curso impartidas en un trimestre y profesores que más que divulgar conocimientos deben enseñar aptitudes, algo propio de niveles de la pirámide educativa inferiores al aula magna. Con razón algunos docentes se quejan de que pasarán a ser meros cuidadores y burócratas. Parte de su tarea consistirá en rellenar papeles.

El sistema educativo está viciado. Con tal de huir de cualquier atisbo de desigualdad recorta las alas a los más capaces y sobrevalora los méritos de los más ramplones.

Con Bolonia o sin Bolonia, el déficit de incentivos al trabajo bien hecho persiste. La buena educación, la de mayor rendimiento, tiene que ser, como es inherente al término, competitiva y elitista, conceptos que casan poco con los desvaídos valores dominantes. Prima el café para todos, el dispersar equitativamente recursos. La mediocridad compartida antes que colocar a unos pocos entre los mejores. Con Bolonia o sin Bolonia, las facultades no pueden convertirse en cotos cerrados y en universos de la endogamia. Desde el aula, como estudiantes, a la cátedra, hay profesores que realizan toda su carrera sin salir del mismo centro, algo impensable en cualquier otro país con una enseñanza de vanguardia. En algunos hasta es obligatorio cambiar de universidad para progresar en la vida académica o investigadora.

Con la investigación, de la que la institución universitaria es pilar esencial, ocurre lo mismo. En buena medida, sólo el voluntarismo la sustenta. La nueva Ley de Ciencia, otra esperanza que acabó en disgusto, no articula métodos adecuados para premiar a los grupos más productivos. Se investiga mucho pero el resultado no da frutos trascendentes para la sociedad, con lo que un montón de recursos resultan dilapidados. Y ya decía Marañón que hay que apreciar la grandeza de la ciencia por su utilidad.

En la deslumbrante Florencia renacentista todos los niños aspiraban a entrar en los talleres de los artistas. Aunque las condiciones de aprendizaje eran durísimas, la sed de saber las superaba. Como sostiene el escritor Rafael Argullol, los héroes a imitar del Quattrocento eran los maestros pintores y escultores. Los de hoy se hallan en los estadios. En la lista en la que España sale mejor librada, sólo dos de sus universidades figuran entre las 200 primeras del mundo y ninguna entre las 100 mejores. Entre los 100 equipos de fútbol más distinguidos de todos los tiempos hay 11 españoles.

Si la sociedad exigiera a los rectores lo mismo que los hinchas al presidente del club de sus amores otro gallo nos cantaría. Lo curioso es que en uno y otro caso básicamente se trata de hacer lo mismo: atraer talentos de aquí y de afuera, fomentar la competitividad, superarse, contratar al que sobresale y prescindir del que se acomode.

Puede que el fútbol ofrezca, tocan esos tiempos, algunos -efímeros- días memorables, pero no existe inversión más rentable que la que se hace en educación. Nunca llegaremos a campeones en la Universidad y en la investigación con el cambio por el cambio. Mientras, como en la Liga, para progresar no se valoren rendimiento y resultados seguiremos en el infierno de Segunda.