Últimamente, en una desesperada carrera por intentar reducir costes, dadas las exigencias impuestas por la crisis, o mejor dicho debido a la necesidad de salir de ella, o cuanto menos de sobrevivir en ella, se ha venido argumentando sobre la conveniencia de ahorrar en los gastos de la Administración Pública, de adelgazarla en la medida de lo posible. Algunos son partidarios, incluso, de eliminar niveles de importante tradición como las diputaciones provinciales. Otros cargan contra las administraciones autonómicas, a las que acusan de despilfarro faraónico. Mientras que los hay que recortarían por arriba y por abajo (Gobierno del Estado y de los municipios). Y digo yo, ¿por qué no quitar lo que sobre? La remodelación de la Administración no debe plantearse por motivos estéticos, como el que esculpe una figura humana ("me gusta más rechoncha", "a mi más esbelta y con cinturita de abeja"), no. No están los tiempos para conceptos y cánones de belleza en lo que respecta a economía. Ni para moverse por criterios personales preestablecidos de obediencia política. Aquí de lo que se trata es de eliminar el despilfarro. Y no me refiero sólo a los gastos suntuarios, sino a todos aquellos que son innecesarios, injustificados, inútiles. Estén ubicados donde estén.

En este sentido, lo impresentable, lo más superfluo es que diferentes instituciones públicas empleando numerosos recursos humanos y materiales coincidan en hacer la misma cosa. Y, fíjense que no menciono a los que no hacen nada, que cobran o gastan sin hacer nada (a esos no hay que mantenerlos ni un día más, ni ahora ni nunca), me refiero a aquellos que realizan funciones concurrentes, a los que duplican lo que ya está hecho.

En materia de turismo tenemos elocuentes ejemplos -debería decir, malos ejemplos- de organismos, con muchas personas en su seno, que repiten el mismo trabajo y que, por tanto, realizan una actividad superflua e inútil. No voy a mencionar de nuevo el caso de la promoción turística -no quiero resultarles cansino- con sus organismos de promoción que, a veces, se estorban realizando sus funciones, no; ese caso es tan evidente, su masa tiene tal dimensión, se ve tan fácilmente que todos lo tenemos en la lista de lo que hay que enmendar. Me voy a apoyar en otro caso que pasa más desapercibido al gran público pero que puede resultar paradigmático como caso de trabajo duplicado e inútil.

Todos sabemos que las funciones reguladoras de las empresas turísticas radican en la Administración autonómica. Por tanto, todos los datos de estas empresas están en las bases de datos de los órganos autonómicos correspondientes. Pues, muy bien, resulta que la Administración central que siempre editaba la Guía de Hoteles de España, es decir la publicación que recoge todos los hoteles españoles, ha continuado realizando esta publicación año tras año y en la actualidad está preparando la documentación para editar la del año próximo. Repito, muy bien, nada que objetar. Pero, ¿saben el proceso que emplea para obtener dicha información? Pues, como los datos y demás detalles no obran en su poder sino que, como ya queda dicho, están en los archivos de las autonomías, se dirige a los establecimientos hoteleros para que estos les comuniquen los mismos. ¿A todos y cada uno de toda España? Se ve que dirigirse y recibir la información de las diecisiete autonomías por medio de diecisiete e-mail es una tarea excesivamente utópica. ¿Hasta dónde puede llegar la incomunicación inter-administrativa? ¿Cuántas tareas como ésta serán innecesariamente duplicadas e inútiles?

Con esto sólo pretendo dejar en evidencia la incapacidad de coordinación existente entre dos niveles de la Administración que haciendo lo mismo, no han creado canales eficaces de comunicación para ahorrar molestias y costes presupuestarios.

Claro que, a lo mejor resulta que la susodicha guía no se considera necesaria por parte de las administraciones autonómicas, como ocurre en el caso de la valenciana que lleva varios años sin editar la correspondiente a nuestra Comunidad, lo que resultaría aliviante ya que las demás, las que sí la editan puede que remitan sus datos informativos con suficiente diligencia y a los establecimientos de estas comunidades no haya que preguntarles uno por uno.

Lo que nos ha ocurrido en España es que ante la necesidad de dar respuesta a las demandas ciudadanas que exigían una adecuación político-administrativa del Estado se nos ha pasado prever un funcionamiento eficaz y coordinado de la nueva estructura. Quizás la cuestión de la eficiencia no contó con la reivindicación popular suficiente y como consecuencia se ha producido un escalonamiento a base de gradas concéntricas y aisladas en lugar de hacerlo por medio de rampas en espiral más comunicativas. Más claro, se han añadido las administraciones autonómicas sin disminuir las existentes y ahora tenemos las de antes, con la fuerza de la tradición, más las nuevas, con el poderío económico, político y administrativo que les confiere su juventud (que parece que no se hablan), sin intercambiar ni coordinar sus funciones.

No es fácil saber por donde meter la tijera, cómo ahorrar recursos y reducir los costes de la Administración en momentos de crisis, porque existen gastos que hay que seguir produciendo para mantener la actividad ya de por sí retraída, pero es conveniente aclarar el panorama y considerar que existen dos tipos de costes: los útiles, necesarios; y los inútiles, superfluos. Estos últimos son a los que hay que perseguir, identificar y eliminar. Una buena poda es lo primero que aplica el agricultor para salvar sus árboles (mira que me gustan los símiles agrícolas), las ramas inútiles y los chupones primero, después, si hace falta, se aclara el bancal arrancando los árboles sobrantes e improductivos, no los otros.

Pero en este país, en el que todos los que no son empleados públicos tienen un sentimiento ácido (con bastante tufillo de manía -digámoslo-) hacia los que sí los son, en lugar de evaluar necesidades y méritos, se les rebaja el sueldo a todos y tan contentos. Nada más injusto que recortar los sueldos de los funcionarios a todos por igual, tanto a los útiles, con la falta que hacen, como a los inútiles, con el daño que hacen. De ese modo el que rinde recibe castigo, mientras que el que no rinde todo lo que recibe es premio. Está visto que hay que saber podar.