Los pésimos datos globales de la "huella ecológica" y del hambre no generan alarma en el Primer Mundo, que sigue aferrado con uñas y dientes a la estrategia económica del consumismo injusto y, por qué no decirlo, suicida. Nos sobra de todo y se nota, mientras que en los países subdesarrollados reutilizan los restos de comida para el consumo humano o para el abono de la tierra. Pero el ciudadano civilizado no puede compaginar las imágenes en televisión de niños esqueléticos con la piel machacada por las moscas y, a continuación, ver cómo se destruyen toneladas de alimentos sobrantes y cosechas podridas por lo antieconómica que resulta la recolección.

Si todos consumiesen al ritmo de los países más desarrollados, haría falta más de un planeta Tierra para seguir viviendo de esta manera. Los países ricos utilizamos una cantidad de recursos muy superior a la que nos corresponde según se extrae del cálculo de nuestra huella ecológica, que no es otra cosa que el indicador del impacto global en la naturaleza comparando los niveles de consumo de recursos naturales entre diferentes países o áreas de población. Para colmo, nuestros excedentes alimenticios se despilfarran sin que tampoco seamos capaces de evitar las abultadas bolsas de pobreza, marginación y paro, frutos de tantas y tan graves contradicciones.

El hambre en el mundo no es consecuencia de problemas naturales o técnicos, sino el resultado directo de una mala distribución y de políticas económicas y agrarias excluyentes. Existe capacidad productiva y tecnología suficientes para satisfacer toda la demanda mundial. Pero el Mercado actual no funciona para resolver estas graves carencias. Lo que ayer no eran sino desvaríos de izquierdistas tendenciosos, hoy apunta claramente a un pecado estructural en toda regla, denunciado incluso por Benedicto XVI en su encíclica más social, en la que utiliza términos como "escándalo" y "disparidades hirientes" ante la existencia de tantos Lázaros a los que no se consiente sentarse a la mesa del rico Epulón (sic). Y recuerda la denuncia que hiciera Pablo VI: "Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos" pidiendo, a continuación, "urgencia en las reformas y que se actúe con valor y sin demora".

En la misma línea, el Papa interpela al sistema financiero para que tenga como meta el desarrollo pleno de las personas, también el desarrollo material, y aboga por una reforma tanto de la arquitectura económica y financiera internacional como de la ONU, señalando el riesgo de que la globalización sustituya las ideologías por la técnica para transformarse ella misma en un poder.

El doble problema de la sostenibilidad y el submundo del hambre, tiene una clara raíz injusta y anti evangélica. Hasta ahora era un problema de los más pobres; pero con los hábitos depredadores cada vez más sofisticados, el equilibrio del ecosistema está en peligro porque en el Primer Mundo no toma en serio las consecuencias de nuestro egoísmo. La ONU advierte que, en torno al 2050, nueve mil millones de personas requerirán entre 1,8 y 2,2 planetas como la Tierra para mantener el consumo y soportar la emisión de dióxido de carbono en la atmósfera. Pero mientras tanto, el 10% de habitantes nos repartimos el 80% de los bienes de la Tierra y asistimos indiferentes a los movimientos migratorios cada vez más numerosos e incontenibles.

No hay que olvidar que la degradación medioambiental es la causa subyacente de muchos conflictos armados que, en apariencia, nacen por causas étnicas, políticas o religiosas, pero cuya primera razón de ser es la deforestación y erosión del suelo que destruyen las posibilidades de vida, por tanto de convivencia pacífica, en medio de la creciente escasez de recursos básicos para muchos millones de seres humanos.

De todo lo anterior se desprenden signos evidentes de decadencia en todos los órdenes, incluido el moral; urge, pues, pasar de los parches que adormecen las conciencias a planteamientos estratégicos y criterios solidarios que se sustenten en valores humanos y ecológicos en temas tan sensibles como la producción, el comercio agrario y el acceso al agua potable.

Es cierto que para la Constitución Europea la protección ambiental es un derecho fundamental y que el Fondo de Cohesión europeo tiene la obligación de proporcionar recursos financieros a proyectos que tengan que ver con la protección del medio ambiente. Pero lo que se necesita es que la economía como ciencia social que es, camine por otros modelos alternativos (sin volver al colectivismo soviético, claro) que los expertos medioambientales insisten en su viabilidad en la mayoría de las regiones del planeta y en las generaciones futuras.

A problemas estructurales se requieren soluciones estructurales con iniciativas audaces de consumo racional y de reparto de bienes que eliminen la globalización de la hambruna. En esta línea, cabe destacar, entre las muchas soluciones abortadas, a la Tasa Tobin, propuesta a principios de los años setenta por el político conservador inglés del mismo nombre, sobre las operaciones puramente especulativas a muy corto plazo. Con la suma recaudada por esta exigua tasa, sería posible prestar atención sanitaria a todos los habitantes del planeta, suprimir las formas graves de malnutrición y proporcionar agua potable a todo el mundo. Así mismo, se garantizaría la reducción a la mitad la tasa de analfabetismo presente en la población adulta y universalizar la enseñanza primaria. Ni la posterior concesión del Nobel de Economía a James Tobin sirvió para que su propuesta fuese tomada en consideración.

En este Año Europeo de Lucha Contra la Pobreza, Tobin debería ser un incómodo botón de muestra incluso para quienes sienten la tentación de echarle la culpa a Dios de estos males, en lugar de actuar desde la reflexión de sus enseñanzas, tan llenas de amor como inequívocas: "Dadles vosotros de comer".