Quiero contarles la pequeña crónica de una decepción. Una historia mínima. Una anécdota minúscula. Valiosa para mí en tanto en cuanto juega con una variable contra la que es difícil competir: la ilusión. De ilusión también se vive. Por eso matarla es como morir un poco.

El protagonista de esta historia es mi idolatrado Juan Carlos Ortega, y un servidor, un pobre secundario. El sucedido tuvo lugar durante la pasada Mostra de Valencia, a donde el comunicador se trasladó para grabar una entrega monográfica de La noche invisible dedicada a Berlanga, del que en aquel mes de octubre nadie conocía su existencia, y que fue emitido el domingo pasado en La 2.

La desilusión llegó en el Teatro Olympia, en el acto donde se rindió homenaje al realizador valenciano. Llegué a la cita una hora antes, como es mi costumbre, a sabiendas de que de estos actos lo mejor son los encuentros.

Cuando entré al enorme patio de butacas de ese coliseo que con tanto acierto regenta la familia Fayos me encontré, entre filas todavía desiertas, a un solitario Juan Carlos Ortega, como en compás de espera. Con el retraso que se prevé, tengo todo el tiempo del mundo para hablar con mi ídolo, salivé. Pero no. Cuando me acerqué a él, rogó me alejase, no sin pedir disculpas. Le estaban grabando planos de recurso para el reportaje. Aquello era un posado. Ortega estaba allí. Pero era como si no estuviera. Efectivamente, un compañero cámara le grababa a distancia.

Fue un jarro de agua fría tremendo. Mi conversación no le interesaba lo más mínimo. Estaba trabajando. Grabando. Un plano de recurso, un segundo después en la edición, valía más que nuestra charla. En ese instante entendí, por enésima vez, cómo en televisión casi todo es mentira.