Pudimos. Que conste que uso el plural en el mismo sentido que García Candau, maestro de periodistas deportivos, alude, para circunstancia parecida, a un viejo falangista discorde, quien, enfadado con el régimen franquista, dijo: "¡Para esto tuvimos que morir un millón de españoles!". O sea, que reconozco que yo no he hecho nada para conquistar la Copa. Incluso en algún artículo anterior me manifesté escandalizado por las primas de la Selección, con lo que, quizá, invisiblemente, causé algún mal rollito; pero ha debido ser mínimo. En fin, todo sea por el Cuerpo Místico Deportivo de España: pudimos, oé, oé, oé. Pese a no haber contribuido en nada, me sentí feliz en la histórica noche de la gloria. Me levanté, aplaudí, abracé a mi sobrino Sito y me emocioné al ver a otros niños ondear banderas. Afortunadamente, las injurias de la edad impidieron que me pintarrajeara -ya me pintaron las mejillas en un partido que coincidió con Hogueras- y que me arrojara a las calles, aullando, a destrozar el mobiliario urbano y a subirme a estatuas. Y, pasados dos minutos, en otra exclamación gozosa, proclamé: "¡Se ha acabado el Mundial!". Y es que quedaba lo más difícil: comprobar si había vida después del Mundial. Desde luego, aún subsistía lo peor: las celebraciones postparto.

Bueno, sea como sea, somos un pueblo feliz, o, al menos, un poco más feliz. Ya nos lo habían advertido. Incluso alguien ha cuantificado que el incremento del gozo puede hacer subir el PIB en un 0'25%. No sé cómo lo han calculado, pero hay gente pa tó. Por eso, me sentí muy sorprendido cuando el lunes bajó la bolsa. A día de hoy no sé si España, Sociedad Anónima Deportiva, va a extraer mucha pasta del evento ni cómo se repartirá. Pero no importa: como todos los clubs futbolísticos, España tiene déficit que acaban por pagar los ciudadanos, pero, si el equipo gana, reparte dividendos de felicidad. ¿Pero por qué esta felicidad? Supongo que es de las cosas más difíciles de explicar para sociólogos y filósofos. Billig, uno de los más importantes politólogos especializado en nacionalismo, critica las manifestaciones banales de ésta ideología, pero reconoce explícitamente su fervor cuando vence Inglaterra, lo que es incapaz de explicarse. Y Daniel Cohn-Bendit, líder del mayo del 68, escribió que él, de origen judío, alemán de nacimiento, educado en Francia y visceral antinacionalista y antifutbolero, se descubrió llorando al escuchar que habían eliminado a Alemania de un Mundial. Una explicación sencilla sería que, en épocas postheróicas, el fútbol es la prosecución de la guerra por otros medios. Quizá. Pero el fútbol no es el mismo tipo de símbolo que una bandera. La bandera no nos gusta y el fútbol sí -es más ameno-. Y, sin embargo, aunque el fútbol sea el deporte más seguido, tampoco mucha gente se pone delante de la TV a ver fútbol: lo hace, sobre todo, para ver a su equipo, para que le proporcione una victoria vicaria. Por eso haría bien alguno antes de lanzar algunas campanas al vuelo de la deportividad: aquí lo importante es ganar y no participar. Si un par de postes, un mal arbitraje o un despiste nos hubieran privado del título, no estaríamos hablando de lo que estamos hablando: aunque fueran los mismos hombres, esos que han formado un bloque genial que -¡cuánto lo agradezco!- no han hecho el ridículo fuera del campo.

Ahora bien, la magia de estos días se ha mantenido porque las victorias nos permitían reforzar nuestro sentido comunitario: los españoles nos sobreentendíamos: muchas frases, bromas y gestos, no necesitaban de explicación y eso, que es primordial en cualquier fiesta, otorga felicidad. Lo malo es ir un paso más allá y caer en el unanimismo, esperando que todos sintamos las mismas cosas, que nos conmovamos con los disparates malhablados de los comentaristas televisivos, que vibremos con la imbecilidad del pulpo, que lloriqueemos ante cada caricia de un futbolista a una infanta o que cantemos el Waka. Waka, que, creo, en zulú significa "La española cuando besa,/ es que besa de verdad./ Y a ninguna le interesa besar con frivolidad". Y, además, la cosa no está tan clara: según datos oficiales, el número acumulado de telespectadores que vimos la Final fue de 15.600.000, quizá el más alto de toda la historia televisiva española. ¿Dónde estaban los otros 30 millones? La cosa es preocupante: descontando niños e impedidos, la cifra sigue siendo descomunal. Espero que el Ministerio del Interior tenga fichas de los desafectos. Sin embargo las calles estaban vacíasÉ ¿es que acaso, como diría el PP, Rubalcaba se extralimitó e internó en ignotos campos a los disidentes?

Más me preocupa la larga nómina de artículos necios que se han empeñado en establecer a la Selección como ejemplo para salir de los males de España. Así la similitud entre la España plural y la síntesis deportiva: ¿estamos seguros de que si no estuvieran prohibidas las Selecciones regionales algunos jugadores no hubieran preferido representar a su Comunidad?, ¿cómo podemos olvidar que la síntesis se produce, precisamente, en pos de un triunfo contra otro?, ¿contra quién lanzamos a la España Autonómica?, ¿quién es nuestro enemigo colectivo? En alguno de esos artículos se aclara: nuestro enemigo somos nosotros mismos, por lo que hay que aprender de la Selección, unida hasta el final. Si la cosa es tan sencilla, tan dependiente de la buena voluntad, que Casillas sea Presidente del Gobierno y Puyol Ministro de Asuntos Exteriores, que los Consejos de Ministros -integrado sólo por hombres jóvenes- se retransmitan, que los políticos hagan publicidad de cervezas y que la cosa económica nos la juguemos a penaltis. González Pons, que tiene la honestidad y la finura política de una vuvuzela, ya ha comparado a Del Bosque con Rajoy, aunque se le olvidó apuntar que la diferencia esencial es que uno gana todo y el otro va de derrota en derrota. En fin, en esas estamos, tratando de frenar. Lo malo es si ZP va a una reunión del G-20 o del FMI y, envidiosos los extranjeros, le ordenan que cambie el nombre al invento y "La Roja" pase a denominarse "La Liberal". A ver, entonces, qué hace el Tribunal Constitucional.