Ya cansa ese absurdo teatrillo que se organiza en la estación de Renfe, concretamente en los controles de acceso a los trenes de grandes líneas. Llevamos más de diez años formando parte de una performance tan surrealista como incómoda. Los usuarios tenemos que formar largas colas para pasar todos nuestros bártulos por las cintas de seguridad, mientras a alguien que de verdad tuviese malas intenciones le bastaría con subir al convoy en las estaciones de Elda-Petrer y Villena en las que se detienen todos los Altaria, Alvia y Talgo sin control de seguridad alguno.

Participo involuntariamente del ritual dos veces por semana, lo que significa que en un año habré pasado por ese filtro unas cien veces, y en toda la década, mil. Y siempre me veo ridículo. Y siempre me pregunto cómo es posible que los agentes de seguridad, que acatan las normas, callan y ejercen de actores convencidos, no sientan lo mismo yo.

Ahora, con los calores, el trance es angustioso. Las colas dan la vuelta hasta los establecimientos laterales. Los jubilados suelen llegar una hora antes. Llegados a la cinta, aquello parece el acabóse. El perrito, el maletón, el otro maletón. Ese "señora, la bolsa también". Y es que desde que se organizó, este ritual se toma muy en serio. Aunque a la media hora, libres de polvo y paja, los viajeros que suben en Elda y en Villena han podido introducir en los trenes lo que les ha venido en gana sin que nadie les tosiese.

Definitivamente, la falta de sentido común con que algunos conducen y otros dejan conducir sus vidas es alarmante. De lo más pequeño a lo más grande. Que este teatrillo de Renfe tampoco tiene mayor importancia. Es sólo un ejemplo.