La ecuanimidad de algunos salta hecha pedazos cuando de su persona y asuntos se trata. La vara de medir crece desmesuradamente o mengua hasta proporciones microscópicas según estén o no implicados en presuntos hechos delictivos. Nuestra clase política es así y parece que no tiene remedio. El caso de Ripoll no es distinto de los demás, aunque en este asunto concurre la circunstancia de que a quien demandaba diligencia en prueba clara y concisa de inocencia o dimisión, aunque fuera poniéndose de perfil, sin apoyo claro y con ausencias medidas, era de su propia grey aunque de distinto pesebre.

Las conductas parecen contagiarse de unos a otros, en este país no dimite nadie, se aferran a sus poltronas como lapas a roca, se empeñan en anclarse en sus posiciones de privilegio que les proporcionan buena vida y nuevos amigos, no es que busquen el hedonismo como filosofía de vida, sino que se regodean con el placer de la ostentosidad de su manera de vivir que en ningún caso podrían alcanzar en la esfera privada. Les gusta ser vistos, se regodean cuando se les observa en su vida privilegiada que pagamos entre todos, gastan alegremente el erario público puesto a su disposición, y como si no tuvieran bastante la codicia les lleva a cometer delitos en torno al vil metal.

Cuando el ministro británico de finanzas dimitió nada más ser público un desajuste de unos 40.000 ? en el alquiler de un piso que compartía con su pareja, le falto tiempo para en una rueda de prensa anunciar su irreversible dimisión. Sana envidia del comportamiento de un político que respeta a la ciudadanía y se aparta de la función pública cuando los hechos le señalan como culpable. La dimisión del presidente de la Diputación alicantina es exigible y debería de ser inmediata, no solamente por la actitud que personalmente adoptó en el caso de Camps -en esta vida hay que ser consecuente con lo que se dice y con lo que se hace-, sino por la gravedad de los hechos que se le imputan. Nada menos que presuntamente cinco delitos, revelación de información privilegiada, actuación prohibida a autoridades, tráfico de influencias, fraude y cohecho.

Se les llena la boca al gritar a los cuatro vientos su condición de servidores públicos, su vocación de servicio, pero se les vacía cuando son tratados como tales, públicamente, con difusión mediática de sus negocios derivados de su cargo público. No pueden tratar de quedarse únicamente con las prerrogativas, también deben cargar con los inconvenientes de su estrellato. Nadie en su sano juicio pondría los focos de los medios de comunicación a la detención o al registro de un ciudadano anónimo, con una crónica breve o un suelto bastaría para cubrir la cobertura de la noticia. Que no se quejen tanto, que no son ciudadanos normales, su condición con derechos y obligaciones cambia desde el momento que se convierten voluntariamente en representantes de la ciudadanía.

La honradez se suele detener en la puerta y llama, el soborno entra directamente. Lo que las leyes no prohíben, puede prohibirlo la honestidad. Cuando se ostenta cargo público de relevancia, cuando por tus manos pasan presupuestos anuales de más de 200 millones de euros, no sólo hay que dar pruebas constantes de probidad, sino que hay que parecerlo. La ostentación de riqueza y comportamientos disipadores, no hacen más que marcar a fuego el camino fácil de malgastar el dinero de los demás, ya sea cometiendo irregularidades o pisando la raya del delito.

La irrevocable dimisión de Ripoll, como las de otros compañeros de su partido en la Comunidad Valenciana imputados como él en delitos de parecida o igual gravedad, debiera ser inmediata, la triquiñuela de esperar a ver lo que acontece en el sumario, no casa con la condición de servidor público con la que suelen envolverse la mayoría de los políticos. Los alicantinos en general y los militantes populares en particular le quedarían agradecidos por tan valiente decisión.