Hacer feliz al pueblo argentino. Aliviar, en el rugido posterior a cada gol, las penas diarias de la población. Esas eran las consignas que se repetían insistentemente en torno a la selección argentina, en los meses previos al Mundial de Japón y Corea de 2002, con la desastrosa onda expansiva del corralito todavía presente en la vida de millones de personas. Se repetía entre los jugadores, se reclamaba en las arengas de la prensa deportiva, se bordaba con arte en los anuncios promocionales del Mundial de la cerveza Quilmes, la verdadera precursora de los vídeos que ha popularizado Pep Guardiola para animar a su Barça antes de cada final. En el caso argentino, tanta motivación, tanta expectativa, se mutó en presión y la "albiceleste" cayó contra todo pronóstico en la liguilla de dieciseisavos.

En el presente Mundial, una bandera nacional chilena, desgarrada y sucia, rescatada entre los escombros del terrible terremoto que sacudió al país, ha capitaneado cada movimiento del combinado de Bielsa. No cuesta imaginar (¿verdad que no?) los dientes apretados y la furiosa motivación de cada jugador chileno en cada entrenamiento. Casillas y algún otro internacional se han acordado de los cuatro millones de parados que hay en España para valorar la importancia de un buen papel de la Roja. Los triunfos, de hecho, aportan felicidad, aunque no solucionen nada. Así se ha visto en las concentraciones en las grandes ciudades después de cada triunfo de la selección camino de la histórica final de esta noche. En esas manifestaciones de júbilo habrá participado con toda seguridad gente que se ha quedado sin trabajo, asfixiada por las hipotecas, con un futuro a corto plazo muy sombrío.

El fútbol reduce a los feligreses a nuestra condición tribal más primitiva y llega a aislarnos de la realidad, que es realmente jodida. Esos nobles propósitos de los futbolistas, esa instintiva explosión de euforia en los hinchas, tiene directos beneficiados. Porque ese opio, elevado desde interesados focos a fiebre patriotera, viene de perlas para que en la calle, y en los medios, algunos debates cruciales como la reforma laboral -cuya aprobación se hizo coincidir con el día de la inesperada derrota contra Suiza- pasen a un minúsculo plano. En las esferas políticas, los éxitos deportivos, y más si se dan en una pasión global como el fútbol, se rentabilizan muy bien. Hay casos repugnantes, extremos, como las imágenes de Videla o de los militares brasileños levantando copas que en el césped sudaron Kempes y Pelé. Pero no hace falta alejarse a un Mundial, ni a ejemplos radicales de dictadores. En cualquier ciudad, cualquier título, ascenso o gesta puntual convierte las recepciones oficiales en placenteras evasiones para los gobernantes. Esta misma semana, el propio ministro Miguel Sebastián ha pronosticado un crecimiento del PIB si España doblega a Holanda.

Contra este bálsamo, salvajemente sentimental en su origen y traicionero en su digestión, se agradecen palabras preñadas de cordura. Como la reflexión que Pablo Aimar me trasladó hace años para valorar el fracaso de su selección en 2002: "Claro que Argentina saldrá de la crisis, pero no será ganando cinco mundiales seguidos".