Ahora que se empieza a hablar de nuevo de acometer una reforma educativa, que se impone como objetivo restaurar la excelencia y la equidad, fomentar la cultura del esfuerzo y flexibilizar el sistema educativo, es hora también de introducir una nueva cultura hacia el trabajo desde los estadios más tempranos de nuestro sistema. Sonroja, por ejemplo, escuchar en el metro, en el autobús, en conversaciones espontáneas que mantienen las personas con familiares y amigos, ciertas admoniciones a mantener a raya no sólo el trabajo bien hecho, sino el trabajo mismo: "¡Adiós, y que no trabajes mucho!".

La nuestra debe de ser herencia genético-cultural de hidalguía, de rechazo y desdén secular al trabajo como tarea innoble y, como tal, envilecedora. Aunque suene exagerado, es ésta una visión dominante entre muchos españoles, ya sean jóvenes o no tan jóvenes, que parte, probablemente, de una noción equivocada que asocia el trabajo con una condena, y al empresario y a la empresa, con instrumentos al servicio del abuso y la esclavitud. Quizás, por estas razones, el empleo en las Administraciones Públicas goce de tantos adeptos en nuestro país. ¿Quién no ha escuchado alguna vez la irritante e inoportuna coletilla "nos podrán engañar en el sueldo, pero no en el trabajo?".

No estoy muy seguro de a quién oí esta frase. Creo que fue a un psicólogo: "la manera más segura de perder la vida consiste en querer asegurarla de una vez y para siempre". Sin duda, se refería a que la vida es un libro en blanco por escribir, un río que nos lleva y en cuyo interior, en medio del tumulto de la corriente, no hay otro timonel que nosotros mismos. La vida, en suma, es riesgo. Y esto parecen haberlo olvidado muchos jóvenes que renuncian a tomar las riendas de sus propias vidas, que prefieren no hacer nada por miedo a fracasar, sin darse cuenta de que esa inacción constituye ya la semilla del mismo fracaso.

Hay quien llama a este tipo de jóvenes la generación ni-ni (ni trabajan ni estudian), un amplio colectivo que valora el estándar de confort conseguido por sus mayores, y que disfruta de las tecnologías a su alcance y las nuevas alternativas de ocio. Una generación, en suma, particularmente hedonista, cuya principal motivación nace de su propia juventud y ese sentimiento de inmortalidad que confiere. Lo que ocurre, ¡ay!, es que la juventud no es un destino, es sólo un lugar de paso, y superada esa etapa, si no se han construido nuevos alicientes y esperanzas para seguir adelante, sólo queda amargura y pesimismo, probablemente las dos cargas más pesadas e inhabilitantes para construir no ya una vida en singular, sino un futuro colectivo como país.

España esta viviendo una de las crisis económicas más feroces de su historia, y al margen de las reformas de enorme calado que tiene por delante el Gobierno, si es que tiene la valentía de ver las cosas en lo que son, sin el visillo de la irrealidad y la ideología (reforma del mercado laboral, del sistema fiscal, racionalización del gasto público, reedificación institucional, para que autonomías y ayuntamientos empujen en una misma dirección, etc., etc.), se necesita recuperar desde la escuela los valores que han sustentado desde siempre el avance individual y colectivo. Nos estamos refiriendo a la honradez, al esfuerzo, al perfeccionismo, al amor al trabajo, al afán de superación.

Hace unos años, el arquitecto Oscar Tusquets, escribió sobre todo esto. Tituló su ensayo Dios lo ve, no para fundamentar el cambio hacia la excelencia particular en una noción religiosa, sino para resumir en una frase que todos entendemos, porque alguna vez nos la dijeron nuestros padres o abuelos, que las cosas había que hacerlas bien no por una cuestión de reconocimiento social, sino por pura y sencilla honradez. A él, estudioso de la arquitectura, le llamaba la atención la donosura y virtuosismo con que sus colegas del siglo XIX remataban las fachadas medianeras, condenadas a no ser contempladas jamás por nadie.

La falta de rigor, esa ausencia de amor al trabajo bien hecho, la padecen las empresas en nuestro país, aparte de los propios individuos sumidos en esta forma de nihilismo. Un sistema educativo sumido en el relativismo, que ha bajado los estándares y la exigencia, pone cada día en el mercado a personas imbuidas por esa pseudofilosofía ni-ni. Quizás en su impotencia para imponer los valores de que hablamos, el sistema educativo ha preferido trasladar la responsabilidad de educar hacia el trabajo a las propias empresas. Y el resultado no puede ser peor. Las empresas tienen conferidas otras misiones de carácter social, como son la provisión de productos y servicios que crean empleo y reportan un bien colectivo. Pero no son educadores. Necesitan personas bien formadas, íntegras, con capacidad de compromiso y lealtad al proyecto, dispuestas a crecer en lo personal y a contribuir al crecimiento de las empresas para las que trabajan.

El sistema educativo, y desde estadios bien tempranos, debe enseñar a nuestros jóvenes que en la centralidad del trabajo puede radicar su propia felicidad. Para eso hay que promover un cambio de actitud que pasa por asociar el emprendimiento a la propia noción de trabajo por cuenta ajena. Hay que enseñar a los futuros candidatos al mundo laboral que se puede emprender en el seno de la empresa siendo empleado, asumiendo retos, mejorando cada día y creciendo en habilidades y competencias. Y, por supuesto, que ésta puede ser la mejor plataforma para, llegado el caso, poner en marcha un proyecto propio.

Probablemente, ese cambio de actitud hacia el trabajo en España no será posible si no restauramos la imagen y el papel social que desempeñan las empresas y los empresarios. Hay que enseñar a nuestros estudiantes que prácticamente el 100 por 100 de las innovaciones que hacen más grata nuestra vida, proceden de la inversión empresarial, y más aun, que cualquiera de ellos puede abrazar este estilo de vida. Si hay un individuo inconformista, inquieto, creativo, celoso de su libertad y hambriento de éxitos, y con una capacidad de trabajo infinita, ése es el empresario. El 99 por 100 de las empresas de nuestro país nacieron por el impulso de un hombre o mujer insatisfecho. Por eso, bastaría con que se generasen muchas más vocaciones emprendedoras para darle un buen bocado a las cifras del paro en España.