El último trecho del fatigoso camino que conduce hasta la gloria suele ser una cuesta angosta que transcurre junto a un abismo. En sus estrechas curvas se halla emboscada la diosa Fortuna, que una veces sale a abrazar al escalador y le salva de despeñarse, y otras se inhibe y le abandona. Así es ella, de casquivana.

Es por eso que en la ascensión de esos repechos finales hay que poner los cinco sentidos, sin permitirse el más leve despiste que puede precipitarte irremediablemente al vacio. Y, en lugar de recibir la jubilosa bienvenida celestial de san Pedro Apóstol, se cae en las profundas fauces infernales de Pedro Botero.

El viento racheado que rola sin control en esos acantilados, igual sopla ladeado, que de frente o de espaldas, por lo que no cabe confiarse por muy experimentado navegante que se sea. De pronto, se dasatan tormentas imprevistas que oscurecen el horizonte y obligan al aspirante a la cumbre, a guarecerse momentáneamente, circunstancia que hay que aprovechar para reponer fuerzas y recargar baterías. Hay que ser paciente y calculador en ese recta final, a la vez que osado para aprovechar los aires favorables y dar la última acometida.

No resulta fácil, alcanzar la cima. Pero, llegados a esos repechos finales, sería una lástima no realizar el último esfuerzo para cubrirlos. Con la yema de los dedos, ya se acaricia el cielo.