El episodio Ripoll -dejo a la sorprendente y repentina pasión del TSJ por la emisión de notas informativas su precisa caracterización- ha tenido distintas reacciones. La derecha ha tenido una reacción equívoca que va desde la indisimulada excitación de los campsistas que pueblan los aledaños a la consternación de los ripollistas pasando por la actitud de perdonavidas, disfrazada de ropaje institucional, que se advirtió en Valencia o la mecánica apelación a los poderes maléficos de Rubalcaba en Madrid. Lo que ha sorprendido, sin embargo, es la reacción mayoritaria de la izquierda de a pie del lugar. Si hay que buscar un sustantivo que resuma la sensación más generalizada yo propondría "tristeza". Curiosa paradoja.

En la izquierda se adivina un sentimiento más sincero que en la propia derecha siendo como es el personaje uno de los prohombres de la competencia. Ripoll, sin embargo, es un ser singular. Quedó lejos la época en que ejerció el mando -y cómo lo ejerció- en el incontestado y estúpido tiempo zaplanista del poder valenciano. La Dipu es otra cosa. Es una administración blanda. Amable. Reparte dinero. No gestiona servicios esenciales. No toma decisiones de gobierno. No corre el peligro de recortar derechos o libertades. Es la Dipu. Una administración que no sirve para nada y que sólo encuentra sentido cuando tropieza con alguien como Ripoll que la gestiona con eficacia, sin sectarismo -de eso en Elche se puede dar fe- y construye sobre esa base una peana que soporta un fuerte liderazgo personal y político.

El liderazgo personal le ha permitido aglutinar una clientela extraordinariamente cohesionada, leal, inexpugnable hasta el momento a los obsesivos intentos del PP valenciano de abrir brecha. Un liderazgo personal con indudables reminiscencias caciquiles muy a juego, por lo demás, con lo que corresponde a un presidente de Diputación. Y un liderazgo político a base de producir un discurso, en primer lugar, propio, alejado de las versiones oficiales que clonan cada día el ADN de los dirigentes populares vía sms. Y, en segundo lugar, a contracorriente. Dos ejes básicos han presidido su discurso: el rechazo a la táctica del avestruz como forma de afrontar los casos de corrupción en el PP valenciano y su decidido alicantinismo. El primero le permitió ser el auténtico azote de Camps, su más demoledor crítico, quien de manera más eficaz le ha puesto en evidenciaÉ con sus comparecencias y con sus ausencias. El segundo le ha convertido en el ariete de las reivindicaciones del sur respecto de Valencia. Así se fue componiendo el retrato de Ripoll. Un ser capaz de ser a un tiempo poder y oposición. Gobierno y reivindicación. Víctima de la prepotencia valenciana y verdugo de la disidencia alicantina. Todo ello sobre un paraje que supo construir al sur presidido por la heterodoxia. En esas condiciones no es extraño que la izquierda se encuentre compungida.

En espera de que su alternativa política tenga algún día capacidad real de materializarse, se había acostumbrado a depositar en este heterodoxo político de la derecha su denuncia de los hábitos de la derecha. Había encomendado a este descarado reivindicador la denuncia de la discriminación de las tierras del sur. Había aprendido a redimir sus frustraciones con las iras de Ripoll. A sublimar sus expectativas en este héroe transversal si estuviésemos en tiempos de creer en héroes.

Hoy Ripoll tiene problemas. Es difícil saber qué saldrá de aquí. Quizás, el pulpo Paul. Su situación no es fácil. La coherencia con su propio discurso obra en su contra. El empecinamiento de sus adversarios dentro de su propio partido en no seguir sus recomendaciones supone hoy para él una protección. Finalmente, habrá de tomar alguna decisión que hoy aplaza bajo secreto de sumario. José Joaquín Ripoll tiene una situación difícil. Alguna derecha echa cuentas. La izquierda de a pie está triste.