Si algo justificaba la existencia democrática de los llamados mercados financieros es que proporcionaban financiación a las empresas con el fin de crear actividad económica capaz de generar puestos de trabajo. Existían -existen- una serie de mecanismos de control como en cualquier otra actividad pero que, en este caso, han fallado estrepitosamente. Ha sido demasiado tarde cuando todos hemos visto, en forma de crisis mundial como corresponde a una globalización financiera, que los mercados son los que realmente mandan sobre la política y la economía real.

Las llamadas de unos pocos al consumo responsable y solidario se quedaba relegada por unas economías (Unión Europea, Estados Unidos y los países emergentes, como China o India) con un crecimiento continuado del PIB, y en el caso europeo, con el paro estabilizado en unos índices tolerables. Incluso algunos Estados mostraban superávit en sus cuentas públicas. Pero la economía real no iba de la mano de la especulación financiera.

Con la espectacular explosión de la burbuja financiera, los Estados han tenido que salir al rescate a base de prestarles miles de millones de euros y dólares sin la lógica capitalista de hacerlo con la seguridad de que iban a ser devueltos. Se ha fomentado el consumo con estímulos fiscales, pero la crisis es lo que tiene, que a menos dinero, menos consumo; es decir, menos impuestos y más paro. Los subsidios se incrementan y las partidas de gasto social se ponen en entredicho.

El déficit público se dispara de forma alarmante, hasta sobrepasar el 10% del Producto Interior Bruto de algunos Estados, lo cual es una barbaridad. ¿Qué hacer para financiar este déficit? Pues no se les ha ocurrido mejor cosa que llamar a esos mercados financieros causantes de la crisis y a los bancos rescatados con dinero público para solicitar préstamos en forma de emisión de deuda pública, y mantener así los servicios sociales (paro, pensionesÉ), sanitarios, educativos, las infraestructuras, etcétera. Pero, a diferencia de los Estados cuando rescataron a las entidades financieras con graves problemas por su mala cabeza y codicia, ahora los mercados financieros entienden que es muy arriesgado prestar dinero a unos Estados con semejantes déficits porque el riesgo de que crezca su deuda es muy grande; y deciden encarecer los intereses del préstamo. Así es como la deuda de algunos países se ha disparado ocasionando la crisis de muchos y el lucro de los mismos de siempre.

La solución de emitir deuda pública se ha convertido en una trampa: a más déficit, más intereses, es decir, más ganancia para aquellos grandes emporios que fueron rescatados para que no se derrumbase el Sistema. Toda generalización acarrea injusticia pero los inversores que compraban esa deuda se están enriqueciendo a costa de sus salvadores. Si a esto le añadimos las operaciones a corto plazo con operaciones al descubierto que se han realizado también con deuda pública empobreciendo a los Estados, el resultado salta a la vista y al bolsillo.

El siguiente paso ha sido tomar la decisión de reducir la deuda pública a base de recortar el gasto público para "aplacar" la codicia del mercado y convencerle de que su deuda no es tan arriesgada, e intentar un alivio en el recorte de la inversión social, ahora bajo la presión también de la privatización de las pensiones.

Es el colmo y por eso algunos han resucitado otras iniciativas, como la tasa Tobin, tendentes a cambiar las cosas: en lugar de financiar a los que nos estrangulan, estudiar la financiación de la crisis mediante impuestos a las transacciones financieras. A la vez de una profunda reforma del mercado y de los mecanismos de control y responsabilidad de estos entes, junto a una reforma fiscal orientada a un modelo de desarrollo más justo y solidario.

Incluso sin romper este sistema tan injusto, es posible una reforma de calado que evitaría nuevos capítulos de una crónica como la que estamos viviendo, si aún queda algún dirigente militando en la socialdemocracia y cristianos que se acuerden tanto del séptimo mandamiento (no robarás) como del décimo (no codiciarás los bienes ajenos). El peligro está en lo que Hélder Cámara resumió tan lúcidamente: "Si doy de comer a los pobres, me llaman santo; pero si pregunto por qué no tienen para comer, me llaman comunista". Al loro.