Podría resumirse el caso de la sentencia del Estatut del siguiente modo: una Comunidad Autónoma aprueba una ley que modifica su Estatuto vigente. Acto seguido, las Cortes Generales, tras haberla discutido y modificado, la aprueban como ley orgánica. A continuación se celebra un referéndum de ratificación en dicha Comunidad Autónoma con resultado positivo. Sin embargo, la ley es recurrida de múltiples formas ante el Tribunal Constitucional, el cual, tras una sesuda deliberación, dicta sentencia anulando algunos preceptos e interpretando otros, en no más de un pequeño porcentaje.

Y aquí se acabaría la historia. Todo funcionó perfectamente. Nada que añadir. Cada institución hizo lo que debía. El Gobierno de la nación está contento. La oposición del gobierno de la nación también, y aunque se pueda decir que hay algunos perjudicados por la parte de otros partidos menores, de corte nacionalista o radical, no serían más que berrinches pasajeros que se van a desvanecer en cuanto se celebren las próximas elecciones catalanas. Punto y final.

Este paradisíaco panorama sería válido (y acaso lo es, si tomamos el asunto por el lado meramente formal) si la Comunidad Autónoma en cuestión no fuera Cataluña. Si, ante una iniciativa del calado de la preparada por el señor Maragall, no hubiera terciado el presidente del Gobierno afirmando que apoyaría la Ley de Reforma estatutaria que saliera del Parlament de Catalunya sin cambiar una coma. Si las Cortes Generales, órgano que representa la soberanía nacional, no hubiera llevado a cabo un cepillado a fondo del texto original, con base esta vez en un nuevo pacto de Zapatero con el señor Artur Mas. Si no hubiera sido ratificada la citada Ley Orgánica mediante un Referéndum en Cataluña con una menguada participación. Si no se hubieran presentado un recurso a la misma por el señor Rajoy, en un alarde censor, como acostumbra, objetando ciento veinticinco artículos. Si no hubiera sido objetado a su vez, y casi con el mismo tenor y similar celo, por el señor Mújica, a la sazón Defensor del Pueblo (¿). Si, por otra parte, no hubiera sido recurrido por el señor Camps y por los responsables de otras Comunidades Autónomas. Si el Tribunal Constitucional no se hubiera tomado casi cuatro años de tiempo para acordar una sentencia, con parte de sus efectivos menguados, otros inhabilitados o fallecidos y otros en situación cesante, y todos los supervivientes porfiando por llevar el agua a sus respectivos molinos en clave que no puede ser sino también política.

La sentencia, de la que sólo se conoce hasta ahora el fallo, dará lugar a que, durante largos años, sea probablemente materia de estudio para los juristas de las facultades de Derecho y materia de examen para los estudiantes, pues como ha dicho el señor Peces Barba, es un ejemplo (¿) que viene a consagrar la garantía institucional y jurídica de la Constitución del Estado Autonómico. Ahí es nada. Pero por mucho que los juristas se empleen a fondo, nada ni nadie podrán evitar que la tal sentencia sea una fuente de graves y múltiples perturbaciones respecto de la estampa idílica que se quiere pintar.

Y ello no sólo porque todas las instituciones que han participado en esta odisea hayan quedado malparadas, desde el Parlament hasta el Tribunal Constitucional, éste principalmente, o porque a lo largo de su extraña y procelosa andadura el Estatut haya sido pasto de la intervención manoseadora de intereses partidistas y personales, sino porque viene a alterar, ya de un modo incorregible, la deriva del Estado hacia una estructura ingobernable (lo que no es una contradicción), que hace irreconocible el marco que se estableció en su día en la Constitución.

Del cúmulo de errores en que se ha incurrido en este asunto, el mayor de todos es haber dado carta blanca a un tipo de reforma (a la que se apuntaron, tal vez sin llegar tan lejos, pero sí muy cerca, otras reformas estatutarias precursoras, como la valenciana, y posteriores, como la andaluza) sin haberse alcanzado previamente un pacto de Estado para dar forma definitiva al modelo autonómico, incluso, si fuera preciso, mediante la reforma de la propia Constitución. Pudo haberse hecho, pero no se hizo. De modo que a no mucho tardar veremos, por ejemplo, qué pasa con las leyes aprobadas en Cataluña con base en disposiciones estatutarias anuladas por el TC; que ocurrirá con la carrera abierta ya por el señor Camps, que más tarde o más temprano (y, por qué no, por otros territorios que bien podrían seguirle) pedirá equipararse al Estatuto de Cataluña, para así tapar el caso Gürtel y, en fin, toda una serie de acontecimientos que apuntan en la misma dirección, esto es: estirar cual goma elástica la gobernabilidad del Estado, cada cual tirando de un lado. En plena crisis económica.

"Parieron los montes y nació un ridículo ratoncillo", se decía en la conocida fábula de Esopo, para significar el miedo infundado que se tiene en ocasiones a ciertos sucesos. Pero he aquí que no se trata de un ratoncillo, me temo, sino de un bichito alien que irá engordando y engordando a medida que se vaya comiendo todo lo que encuentre a su paso.