Empiezo el fin de semana metiéndome una dosis de Argentina-Alemania. El repaso que le dan los teutones a la albiceleste me hace pensar que en semifinales vamos a sudar la gota gorda para eliminar a estos que nunca se sabe por qué siempre están en posición de ganar algo. Con el tiempo justo para evacuar líquidos, sacar la basura y preparar el tentempié nos sentamos la familia en pleno a ver el España-Paraguay. Confieso que hubo un momento en que creí en el fantasma de los cuartos, pero esta vez, dos penalties y medio y un gol de mesa de billar después queda claro que lo de la maldición no es más que eso, una vieja superstición como muchas de las que arrastramos desde la época del franquismo sólo que ésta hemos tardado unos cuantos años más en quitárnosla de encima. Me acuesto y página y media después de un libro sobre periodismo, lo confieso lo mío no tiene remedio, ya sueño con la final frente a Holanda. Tras una mañana de preparativos, aliñada con alguna actividad deportiva personal para que no puedan acusarme de no estar en forma para poder animar a los míos, me siento de nuevo ante la caja tonta para ver el gran premio de motociclismo de Cataluña, con Lorenzo, Pedrosa ayudándome a hacer la digestión, y sin apenas solución de continuidad salto a Wimbledon para ver al gran Nadal en acción. Acabo el fin de semana tan agotado por las subidas y bajadas de adrenalina que casi parece que hubiera jugado yo los cuartos, montado en una 500cc y agarrado la raqueta para imponerme al checo en la hierba. Por la noche vuelvo a la realidad y me acuerdo de que mañana trabajo, del problema del paro, de la falta de dinero... ¿Pan y circo? Es una manera de verlo. La otra la refleja perfectamente un proverbio chino que dice más o menos así: Si el problema tiene solución, para qué preocuparse, y si no la tiene, de nada sirve preocuparse.