Atapuerca es el nombre de un pueblo, de una sierra y del conjunto de yacimientos paleontológicos y arqueológicos más importante que existe en todo el mundo cuando se trata de entender los episodios de la evolución humana relacionados con la colonización de Europa. Atapuerca, el pueblo, no es lo que su nombre sugiere. Aunque allí se está construyendo un museo gigantesco dedicado a nuestros ancestros humanos, carece de acceso fácil a los yacimientos. Se alcanzan éstos desde el otro lado de los montículos, donde queda Ibeas de Juarros, que es sede, por cierto, de la fundación que presta apoyo a las investigaciones dirigidas por Arsuaga, Bermúdez de Castro y Carbonell desde que Emiliano Aguirre, el impulsor de los estudios de Atapuerca, se jubiló.

La sierra tampoco parece tal. Se trata apenas de unas colinas bajas, de extensión más bien modesta, en las que nadie se habría fijado -desde el punto de vista de la paleontología- más allá de los tesoros que esconden sus cuevas. La Sima de los Huesos, a la que se accede por un laberinto penoso, de esos que quienes padecen claustrofobia hacen bien en evitar, ha proporcionado no pocas satisfacciones a los amantes de la aventura y coleccionistas de fósiles desde tiempos muy anteriores a la antropología como ciencia. Pero se trata de una especie de basurero de restos de distintos animales, entre los que abundan los osos, acumulado a causa de las avenidas de los torrentes.

Atapuerca no sería lo que es sin la codicia y el azar. Fue el intento de explotar dios sabrá qué minerales el que llevó a hendir la sierra excavando una zanja profunda y estrecha destinada, dicen, al paso de un ferrocarril. La excusa no es nada convincente porque habría sido mucho más fácil rodear las colinas que tener que llevar a cabo los trabajos de cantería. Pero gracias a esa zanja quedaron al aire libre dos paredes verticales que dan paso a terrenos sedimentarios de los que proceden algunos de los más sorprendentes fósiles de nuestro linaje dentro del último millón de años.

Hace dos semanas, José María Bermúdez de Castro me acompañó a los yacimientos accesibles gracias a la zanja: la Gran Dolina, la Sima del Elefante, la Trinchera del Ferrocarril. Es hermoso e inquietante ver de cerca los parajes que salen en todos los libros de evolución humana, subir a los andamios que dan paso a las excavaciones, contemplar los trabajos, entre propios de un artesano de la joyería y cercanos a los de un minero, que se emprenden para atesorar cada brizna fósil devuelta por los terrenos violados.

Por razones operativas, los trabajos en Atapuerca se realizan, como en casi cualquier otro yacimiento, en verano. Eso quiere decir poca cosa en la meseta castellana si el cierzo muerde de mañana con su azote helado. Aprovechando la pausa del almuerzo pude hablar con Carbonell acerca de las muchas cosas que nos interesan a ambos dentro y fuera de Atapuerca. Al poco, se nos unió Arsuaga. Pero la investigación en esa sierra se ha vuelto ya un fenómeno mediático e incluso, ¡ay!, político. En medio de la charla, llegó un autobús con una comisión del Instituto Cervantes que quería visitar el lugar del que tanto se habla. Mientras les acogían, me fijé en un nido de cernícalos, con cinco polluelos, abierto en una hendidura junto a la Gran Dolina. No alcancé a decidir qué resultaba más extraño entre los andamios, si las aves rapaces o los visitantes provistos de panamá y pay-pay.