Tras casi dos años de reuniones desde que se propusiera "refundar el orden económico mundial", el G-20 ha llegado a la conclusión de que cada cual tiene que arreglárselas por sí mismo, salir de la crisis y regular sus finanzas como estime oportuno. Alguien con sentido del humor comentó que había prevalecido la famosa doctrina "my way", popularizada por Frank Sinatra en una legendaria canción de los años sesenta. Al grito de sálvese quien y como pueda, no sabemos lo que le aguarda al futuro inmediato de España con un Gobierno, que, una vez salvada la situación crítica, puede caer de nuevo en la tentación de bajar la guardia, posponiendo las reformas que es imprescindible acometer y conformarse con una mera reducción del gasto público de 15.000 millones. El susto que nos acaba de dar la agencia de calificación de riesgo Moody's puede no ser el último.

Los miembros del G-20, un grupo con intereses, necesidades y velocidades distintas, no se han puesto finalmente de acuerdo en la reforma del sistema financiero y la consolidación fiscal, los dos principales asuntos de la agenda de la cumbre celebrada hace una semana en Toronto. La consecuencia es que la voluntad de coordinar la política económica internacional ha sufrido una severa derrota de la que salen reforzados los países que desean mantener un mayor control del gasto interno, los casos de Alemania y China, mientras que Estados Unidos ha fracasado en su intento de imponer el criterio contrario a la Unión Europea de que lo verdaderamente importante en estos momentos es estimular el crecimiento económico mediante el endeudamiento y el gasto público.

Keynes invitaba a ahorrar en las épocas de expansión y a hacer que el dinero fluyese en las de recesión, pero esta vez no se ha ahorrado en los tiempos de bonanza y el camino que se vislumbra, como sostiene el premio Nobel de Economía Paul Krugman, es el de una tercera depresión. Tampoco hubiera acertado Keynes al predecir los efectos de un déficit tan enorme como el actual, sencillamente porque la sociedad del bienestar europea no existía entonces.

El ajuste en el sector público es la receta europea para estos tiempos de crisis. Consiste, como ya se sabe, en recortes de los salarios de los funcionarios y de la inversión pública, menos subsidios sociales, cancelación de los programas de estímulo fiscal y subidas de impuestos, entre otros. Estados Unidos, en cambio, se resiste a perder vitalidad. Obama ha planteado la necesidad urgente de salvaguardar el crecimiento económico en tanto que Europa mantiene como objetivo ineludible el reequilibrio de las finanzas públicas. El propio inquilino de la Casa Blanca no ha hecho nada por fomentar el ahorro, más bien al contrario. Mientras tanto, los analistas norteamericanos han desempolvado los viejos episodios de la historia para no repetir errores. En concreto, la era Hoover, en recuerdo del presidente estadounidense al que se le atribuye la equivocación de recortar el gasto público antes de tiempo y la culpa de prolongar la Gran Depresión de 1929. Herbert Hoover no supo captar la gravedad de la situación y se atrevió a pronosticar que la recuperación estaba a la vuelta de la esquina e iba producirse de inmediato, sin la intervención pública.

En esta disyuntiva entre el ahorro drástico y el estímulo, el G-20 ha actuado más como grupo de intercambio de opiniones que como aglutinador en la búsqueda de soluciones internacionales. Es posible que no se le pueda pedir otra cosa dada su heterogénea composición, pero la cumbre de Toronto, más allá de las prerrogativas de cada miembro para lograr la consolidación fiscal a su manera, según las circunstancias nacionales, lo que ha hecho es arrojar inquietantes dosis de incertidumbre sobre las ausencias de una política coordinada y un liderazgo mundial. En cuanto a la reforma del sistema financiero, los bancos respiraron aliviados el mismo lunes ante la falta de acuerdo para imponer un impuesto global en el sector.

Alemania ha salido de la cumbre del G-20 dispuesta a refugiarse en una economía mundial que vuelve al modelo anterior a la crisis: exportaciones y fomento del ahorro. China, otro tanto de lo mismo, mientras intenta aprovecharse mediante los juegos de prestidigitación con el yuan. A Estados Unidos, que clamaba por un reequilibrio mundial, le queda seguir comprando y endeudándose. Pero ¿y España? Al término de la reunión de Toronto, el presidente Zapatero ha vuelto a moverse en la ambigüedad ciñéndose a un párrafo del documento final de la reunión. "No hay un dilema, la economía mundial necesita consolidación fiscal, reducir déficit y moderar el crecimiento de la deuda pública, pero también crecimiento económico. Tenemos que fomentar crecimiento sin gasto público", dijo. Una vez más, la cuadratura del círculo.

La crisis financiera internacional tiene graves repercusiones sobre la economía española. Pero no sólo es eso. El gran problema de España no sobreviene únicamente por la crisis pública, sino por la enorme deuda privada alimentada por el "boom" de la construcción y por las personas que se creyeron seguras y respaldadas por los vientos de bonanza viviendo muy por encima de sus posibilidades. Actualmente, esos españoles tienen que asumir una realidad muy distinta y sin unas perspectivas demasiado halagüeñas. El paro, a su vez, roza el 20% sin que la reforma laboral impulsada por el Gobierno parezca suficiente para cortar la sangría del desempleo. Lo mismo ocurre con otras medidas pendientes; unas no se han tomado, otras han recibido una mera sesión cosmética, como es el caso del insuficiente recorte del alto gasto autonómico.

Sin un liderazgo mundial y europeo, el fantasma de la incertidumbre se agiganta en España con un presidente que puede verse tentado a hacer trampas con el solitario. Ni el mayor peligro ha pasado, ni nuestro país ha dejado de estar en el centro de la preocupación de la UE. No podemos engañarnos a nosotros mismos con que las reformas emprendidas son suficientes. Zapatero no debería repetir el error de Hoover y creerse como él que la recuperación económica se encuentra a la vuelta de la esquina.