El Gobierno ha recorrido un largo camino hasta darse de bruces con la realidad económica y reconocer que el estado del paciente era más grave de lo que estaba dispuesto a admitir. Sólo después del tirón de orejas se avino a encarrilar la situación y a rendir cuentas ante la Unión Europea. La improvisación ha acabado por pasar factura. La última de las medidas de urgencia aprobadas, la reforma laboral, ha dejado constancia de la soledad de los socialistas; no tienen el apoyo de ningún partido de la oposición, tampoco satisface a los empresarios, ni a los sindicatos, que la califican de antisocial. La reforma de las pensiones es otra de las cuentas pendientes por saldar con Bruselas, que ha respaldado el plan español de austeridad pero, al mismo tiempo, ha advertido de que las decisiones sobre el ahorro previstas para el año que viene podrían resultar insuficientes.

El techo del gasto público se encuentra aún sin limitar y el Gobierno parece más dispuesto a revisar subidas de impuestos, es decir, a exigirles nuevos esfuerzos contributivos a los ciudadanos que a acometer una reforma estructural profunda del modelo de las administraciones públicas, que inevitablemente debería traer consigo la supresión de muchos de los miles de ayuntamientos del país y el control del evidente despilfarro en las comunidades autónomas. Lo que ha habido hasta ahora han sido anuncios de meros recortes. Alguien tiene que empezar a preguntarse si con este modelo, la supervivencia económica de España es viable siquiera a medio plazo con su actual nivel de bienestar.

El gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, dijo esta misma semana que las medidas anunciadas hasta ahora por la mayoría de las comunidades autónomas y corporaciones locales están muy lejos de responder a la reducción radical del gasto público improductivo que nuestra economía necesita.

Aunque las cifras hablan por sí solas, la reflexión es obligada. En España hay diecisiete autonomías y 8.114 municipios, que en algunos casos no llegan al medio centenar de habitantes. Las comunidades autónomas se llevan el 36,6% del gasto total de las administraciones públicas y el 15,4% corresponde a los ayuntamientos. La Administración General del Estado representa un 19,2% y la Seguridad Social, un 28,8%, según datos recientes del Instituto de Estudios Fiscales.

A casi nadie se le escapa que buena parte de ese gasto público improductivo del que habla el gobernador del Banco de España y que no revierte en beneficio de los administrados se emplea sistemáticamente en un clientelismo voraz de los partidos que controlan las autonomías por medio de sus pobladas covachuelas de poder. De ese modo, el abusivo aprovechamiento de los recursos contribuye a hacer irreversible el diagnóstico del problema autonómico.

Es evidente que los ayuntamientos asumen más gasto que el dinero que ingresan, y también que prestan un mayor número de servicios del que por su capacidad les correspondería. Las administraciones locales se ven obligadas muchas veces a ello por la cercanía del administrado, aún cuando sus recursos están lejos de permitírselo. Limitadas sus posibilidades de endeudarse, la pregunta que tendrían que empezar a responder los alcaldes es cuántos servicios pueden ofrecer y a qué precio. Los ciudadanos, a su vez, tendrán que asumir el recorte no como una economía de guerra sino como una economía de ahorro doméstico: la misma que tantas familias manejan todos los días del año con indudable solvencia. No se puede estar toda la vida gastando más de lo que uno puede permitirse.

De la misma manera que será necesario en un futuro reflexionar sobre el coste de algunos servicios que prestan las administraciones, como es el caso de la sanidad, y hasta qué punto el copago evitaría el gasto innecesario y el colapso que producen un uso caprichoso e indebido de las consultas médicas y las prescripciones farmacéuticas. El pago de una cantidad simbólica, aunque sea mínima, por la visita al médico quizás resultaría suficientemente disuasorio para quienes utilizan las consultas de los centros sanitarios como lugares de reunión, a veces para pasar el rato. Un mayor control evitaría, por otro lado, el avituallamiento obsesivo de medicamentos, con la consiguiente factura a la Seguridad Social, y el fraude.

Racionalizar el gasto nos compete a todos: Administración y administrados. No se trata sólo de actuar en una situación de emergencia porque la Unión Europea nos exige que rindamos cuentas en una coyuntura difícil de nuestra historia, sino de ser consecuentes con el sentido común. Es una irresponsabilidad propia de ministras atolondradas, como lo fue en su día Carmen Calvo, al considerar que el dinero público no es de nadie, cuando es de todos y a todos nos afecta la mala utilización que se hace de él.