A falta de una lectura completa de la sentencia del TC sobre el Estatuto de Cataluña, el proceso desde su aprobación e impugnación en 2006 hasta la sentencia del TC cuatro años más tarde arroja algunas consideraciones que van más allá del contenido concreto de esta decisión judicial.

La Generalitat estaba en su derecho de elaborar un nuevo Estatuto, máxime cuando el anterior era de 1979, sin apenas haberse desarrollado el sistema autonómico. El problema es que se procedió a su elaboración con un proyecto que sólo tenía encaje si previamente se hubiera reformado la Constitución. Se empezó la rehabilitación del ático catalán tocando el tejado de la comunidad de vecinos.

La Constitución necesita de una reforma que incorpore a su texto los profundos cambios habidos en estos último treinta años y, singularmente, en lo que se refiere a la organización del Estado autonómico, pero PSOE y PP, los que tienen la llave para reformar el tejado, no se han puesto de acuerdo para emprender esa obra y ante tal desidia o incapacidad, la Generalitat decidió que la actual Constitución no podía ser obstáculo para la reforma del Estatuto.

El problema es jurídico, pero también político. El Estatuto se comienza a elaborar en 2005 teniendo dos extremos como protagonistas. De un lado, los promotores de un proyecto con aire soberanista. De otro, un PP envuelto en una bandera de España tejida por la Cope y Pedro J. para atacar al tripartito catalán y a una "Cataluña separatista bendecida por ZP". Sonroja recordar el boicot al cava catalán en las navidades de 2005 o la recogida de firmas del PP para hacer un referendo contra el Estatuto.

El paso del proyecto de Estatuto por las Cortes supuso un importante pulido de sus aristas más cortantes, lo que propició su aprobación y su posterior ratificación en referendo por el pueblo catalán, pero no impidió que los dos extremos, ERC y PP siguieran enzarzados, sólo unidos por el voto en contra al Estatuto aprobado en Cortes. El PP llevó su particular lucha contra el eje del mal, tripartito y Zapatero, impugnando el Estatuto catalán en más de cien artículos. Que el problema jurídico se instrumentalizaba políticamente quedó patente en que el PP no recurrió el Estatuto andaluz, al que apoyó con sus votos, pese a que contiene preceptos iguales a los impugnados, algunos de los cuales han sido ahora declarados inconstitucionales por el TC.

La politización del asunto puso en jaque a la propia institución del TC, llamada a decidir no sólo sobre la constitucionalidad del Estatuto, sino también sobre qué España es la que sustenta la Constitución. Para influir en el resultado no se ha reparado en medios. Se propició una indecente recusación de un magistrado, se maniobró, tergiversando el sentido de la ley, para colocar en el TC como magistrados a personas que se significaron en su descalificación del Estatuto y, cuando fracasó el intento, sencillamente se decidió retrasar sin fin la renovación del TC con gravísimo incumplimiento de la Constitución. Desde Cataluña tampoco se ha ahorrado munición deslegitimando al TC antes y después de dictar sentencia, e incluso la prensa catalana formando un frente sin precedentes intervino con un editorial común, defendiendo "la dignidad de Cataluña" frente a un posible "cerrojazo constitucional".

El TC ha sido víctima del acoso, pero también activo partícipe de su descrédito. Nunca debió aceptar la recusación de uno de sus magistrados, teñida de interés político. Las intrigas de algunos de sus miembros y la incapacidad para sacar adelante una sentencia tras cuatro años de estudio dicen poco sobre su competencia profesional. Pero por fin hay sentencia.

De la lectura de su fallo lo primero que destaca es la moderación de su contenido, pues pocos son los artículos declarados contrarios a la Constitución. Quizá lo más llamativo es la referencia a la nación catalana y a la lengua. Pero para ese viaje no hacían falta alforjas. Decir que la expresiones "Cataluña como nación" o "realidad nacional de Cataluña" carecen de eficacia jurídica es apuntar algo obvio, tratándose de términos contenidos en el preámbulo del Estatuto. Por otra parte, no es función del TC corregir la definición de Cataluña hecha por el parlamento catalán, que políticamente podrá definirla como nación, como parte de occitania o como patria de los catalanes. Lo importante es que no se cuestione al pueblo español como titular de la soberanía nacional, porque iría en contra de la Constitución. Pudo dejarse como estaba el preámbulo sin necesidad de levantar las iras nacionalistas.

Por lo que se refiere a la lengua, suprimir que el catalán sea lengua "preferente" de las administraciones públicas es una decisión correcta, aunque sirve más de freno a la imposición del catalán, que a la garantía de una coexistencia de catalán y castellano como idiomas de comunicación de las administraciones.

Estaba cantado que los artículos sobre el poder judicial en Cataluña iban a ser declarados inconstitucionales, lo cual deja en el aire la duda de qué sucede con idénticos artículos que figuran en el Estatuto andaluz, que no han sido objeto de recurso de inconstitucionalidad.

Desde el punto de vista competencial quizá lo más relevante sea lo que periodísticamente pase más desapercibido y es la inconstitucionalidad del artículo 111, sobre competencias compartidas. Este precepto constreñía la competencia del Estado para dictar legislación básica a la posibilidad de aprobar sólo principios o un mínimo común normativo sobre la materia en cuestión, lo que podría hacer cambiar el modelo autonómico hacia un Estado más débil y con menos capacidad de vertebración. En la misma línea está la declaración de inconstitucionalidad de la cláusula que condiciona la participación catalana en los instrumentos de nivelación y solidaridad interterritorial a que los gobiernos autonómicos beneficiados lleven a cabo un esfuerzo fiscal similar al de Cataluña.

En todo caso, parece que lo de menos es el contenido jurídico de la sentencia, sino lo que políticamente representa. Para los nacionalistas y la Generalitat se trata de una ruptura de un pacto de Estado sellado con el Estatuto. El "Poder central" lo ha roto a través de "uno de sus órganos", el TC, y por eso Montilla lo quiere recomponer pidiendo una reunión urgente con la cabeza de ese Poder central, Zapatero, obviando el contenido de la sentencia, la posición que ocupa el TC y la propia existencia de la Constitución como norma superior al Estatuto.

La realidad constitucional es que Cataluña no tiene un "derecho a decidir" ni un derecho a pactar con el Estado, como si ambas entidades fuesen de igual naturaleza. Su derecho al autogobierno tiene unos límites que marca la Constitución. Podrán discutirse, interpretarse, cambiarse e incluso suprimirse esos límites, pero por los cauces constitucionales, no al margen de ellos, y eso por la propia garantía del derecho a la autonomía. De lo contrario, podría fundamentarse también el camino inverso y laminar por vía legislativa el autogobierno de nacionalidades y regiones. Ya ha sucedido -recuérdese la LOAPA- y la Generalitat ha acudido al TC para impedirlo, en muchos casos con notable éxito.

El tripartito y los nacionalistas catalanes no pueden esperar de la Constitución una respuesta al estilo de Groucho Marx: "Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros".