El G-20 no consigue poner los cimientos más precarios para el alivio de la crisis económica que nos asfixia. El Tribunal Constitucional ha tardado cuatro años en aplicar al Estatuto catalán una Carta Magna que sólo tiene 169 artículos, y abriendo, encima, más heridas de las que cierra. Los generales que se suceden en el frente afgano no logran otra cosa que firmar bajas y presidir entierros. Pintan bastos.

Menos mal que, en ese mundo sujeto al caos, al desespero y la incertidumbre, aparece por sorpresa una institución capaz de entender el origen de los problemas y ponerles coto. Me refiero, por supuesto, a la Federación de la Cosa Excelsa, es decir, a la Internacional del Fútbol Asociación (FIFA, para los avisados), y en concreto al designio reciente que prohíbe repetir a partir de ahora en las pantallas gigantescas de los estadios en que se celebra el campeonato del mundo los lances del juego que puedan llamar a las críticas de la labor arbitral. Como éstos, los árbitros, se equivocan mucho más que las cajeras de los supermercados (aunque mucho menos que los ministros y próceres en ejercicio diverso del poder), la FIFA ha dado en que más vale poner la venda antes que la herida y, en particular, distribuir bien esa gasa alrededor de los ojos. La ceguera lleva a la mudez o, al menos, a la contención del griterío de protestas que amenazaba ya dejar en segundo plano ese concierto mantenido de las trompetas ubicuas. No habrá más imágenes que indiquen el error, ni accidental ni sujeto a norma, y muerto ese perro desaparecerá como por ensalmo la rabia.

Se me hace difícil entender cómo no se les habrá ocurrido esa solución mágica a todos los demás personajes en apuros y, en particular, a las autoridades en horas bajas. Pongamos que un presidente, por decir algo, celebra una rueda de prensa y en ella vierte, qué sé yo, amén de los globos sonda habituales acerca de lo que piensa hacer o dejar de hacer una o dos equivocaciones de bulto, de ésas susceptibles de ser detectadas incluso por quienes se sirven de la wikipedia como fuente única del conocimiento. A partir de ahí todo son mohínes y congojas, lamentos y rasgar de vestiduras, cuando bastaría con echar mano de la solución FIFA prohibiendo que se ofrezcan repeticiones de la equivocación presidencial (o ministerial, o portavocil, que todo vale) para que las aguas no salieran siquiera de su cauce. Los reporteros que son testigos del mal paso acostumbran a hacerse eco de él con un empeño tan maligno que lleva primero a que la noticia de airee varias veces -en los diarios hablados, en la prensa escrita, en la televisión- para ir luego de esquina en esquina, como en el juego de la oca, de la mano de los columnistas atentos a cualquier motivo de lucimiento. Los editoriales tardan algo más, pero llegan. Pues bien; sin más que prohibir la repetición del lance, desaparecerían las angustias sobrevenidas. Sólo cabría decir aquello de que el prócer requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.