Estamos metidos en un líquido burbujeante, en una inmensa caldera hirviente que produce burbujas sin parar: inmobiliarias, financieras, bancarias, crediticias, especulativas, las cuales estallan de vez en cuanto provocando ruina. Concedemos poca atención, sin embargo, a una de las más grandes burbujas que hemos sido capaces de crear y que nadie se atreve a pinchar: la burbuja jurídica, es decir, la proliferación de normas, regulaciones, leyes, resoluciones y, en general, todo lo relativo a esa segunda piel que recubre el acontecer social con la unción del Derecho.

Si hay algo que sirve para identificar el galimatías en que se han convertido las sociedades actuales es el exceso de regulación jurídica. Como todo exceso, o hiperinflación, la consecuencia primera es la devaluación del valor del Derecho, de igual manera que un exceso de moneda en circulación devalúa el precio del dinero. Miles, cientos de miles, millones tal vez de normas de todo tipo y condición se arrojan al espacio social con la furia de volcanes en erupción.

Contar y pesar las regulaciones existentes en un Estado como el español nos llevaría meses. Leer y entender lo que dicen nos llevaría toda una vida y nos faltaría tiempo. No obstante ello, lejos de aflojar el ritmo de ese frenesí, por las bocas abiertas de las asambleas que legislan y de otras autoridades fluye incesantemente una masa gelatinosa de normas y preceptos, medidas y prohibiciones, hasta llegar a la asfixia.

Tácito dijo que el exceso de leyes corrompe la República; pero no sólo eso, se podría añadir, sino que la marabunta legal que nos rodea abona el terreno para que la corrupción pública y privada se expanda en todas direcciones, rebasando las fronteras del Estado.

Se dirá que este paisaje preñado de regulaciones, que casi hay que ir apartando con el pie, se corresponde con una forma compleja de Estado que, a su vez, se reviste (quizás se oculta) con una capa gruesa de normas que vienen a concretar los valores, principios y derechos por los cuales el Estado se legitima. Y así es ciertamente, o debería ser. Pero se olvida que tal situación, próxima al caos, lejos de servir de garantía de derechos e instituciones, es la jungla propicia para que los grandes predadores se salgan con la suya. Dicho de otro modo: un exceso de regulación es una forma de desregulación.

No nos paramos a pensar en las consecuencias de este tumor, entre las cuales cabe destacar la ineficacia que resulta del funcionamiento del sistema así como la inseguridad que éste genera, por no extendernos en la perplejidad que causa en la gente común y corriente. Se comprenden así las vacilaciones de los tribunales al tener que operar con un rompecabezas de disposiciones que, más que a una pirámide de normas ordenadas en perfecta geometría, se asemeja a esas ciudades oníricas y decadentes, pintadas por Paul Klee, en las que se mezclan elementos dispares, espacios ruinosos y laberínticos, escaleras abortadas, muros imposibles, techos agujereados y pasillos olvidados que no van a ninguna parte.

La esfera jurídica -como se suele denominar a este enjambre sin reina- se ha convertido con el tiempo en una gran burbuja donde los diferentes poderes viven aislados del mundo real.

Por una parte, hay una amalgama de medidas, reglamentos, distinciones, prohibiciones, especificaciones, estatutos y regulaciones del más diverso tenor que comprimen hasta la extenuación todos los aspectos de la vida, desde la doméstica hasta la laboral; todas las actividades, desde las lúdicas hasta las profesionales, así como la sexualidad y el amor, los desplazamientos, los placeres, la formación, el trabajo, la marcha de las empresas, de las familias y el cuidado de los hijos.

Por otra, sin embargo, lo que de verdad debería regularse no se hace, de modo que quedan libres de este vínculo los que, en abuso de su libertad, provocan las otras burbujas anteriormente citadas que, al estallar, arruinan el porvenir.

Parece una contradicción pero está muy claro.