La tarde que ascendió el Hércules vi el partido en casa y sentí una alegría instintiva, sencilla, que me regalaba alguna nostalgia sana e imprecisa. Luego contrasté, por correo electrónico, esa sensación con amigos de la infancia y juventud, ahora repartidos por media España: todos habíamos evocado otras épocas en que era fácil aferrarse a la bandera blanquiazul, todos rememoramos otros ascensos. También nos acordamos de nuestros padres, en épocas en que no había muchas opciones de distracción y emoción, por lo que en los barrios populares de Alicante ser del Hércules, en la felicidad y en la adversidad, era algo tan sencillo e imprescindible como respirar. Después bajé al centro de Alicante, confundido con una masa de niños, de adolescentes, de jóvenes eufóricos, con la sonrisa pintada de blanco y azul en la boca y en los ojos. Era un río de sensaciones gozosas atravesando las calles. Sentí envidia y deseé ver la ciudad con esas miradas inocentes: porque, por unas horas, se borraban los contornos de otras derrotas y sólo quedaba esa parva comunión colectiva con una victoria, con la única victoria en muchos añosÉ y no sólo en lo deportivo. Así que traté, hasta donde la experiencia permite, dejarme llevar por este aluvión de alegría. Y pensé: ojalá que nadie trate de sacar ventaja de esto, que nadie intente apropiarse de esto, porque esto, o es de todos, o no será, a largo plazo, de nadie. Pero no pudo ser, claro.

Había visto en la televisión las declaraciones de la alcaldesa en Irún y me parecieron oportunas y hasta consideré simpático que llevara unos horrorosos pendientes con el escudo herculano. Podría haberse mantenido en ese tono de personificación neutral de la alegría ciudadana. Pero no está en sus genes políticos renunciar a tratar de sacar ventaja inmediata, adueñarse partidistamente de lo que es colectivo. Enseguida anunció que el Hércules tendría un nuevo estadio en donde ahora está el Rico Pérez -el "Rico Ortiz", han empezado a llamarle-. Me dije: bien está, ¿pero dónde va a jugar el Hércules mientras lo hacen? El asunto no acabó ahí: inmediatamente aludió a que los buenos alicantinos apoyarían su propuesta -¿qué propuesta?- y pidió a "los agoreros" que se retiren. La verdad es que me tengo por buen alicantino, precisamente porque no me resigno ante cada invento de un poder que ha degradado muchísimo Alicante, ni ante cada ocurrencia formulada en un momento de arrebato. Y no sé si soy agorero, pero sí sé que no pienso retirarme la palabra si algo no me gusta. Así deben sentirse unos cuantos miles de ciudadanos, aunque sea difícil que puedan expresarse. Sea como sea, la cuña estaba metida. Y obedeciendo al reparto de papeles al que está ciudad está acostumbrada, Enrique Ortiz salió pidiendo dinero y Valentín Botella cemento. Ellos, ya se sabe, no se meten en política.

Pero se abren la preguntas: si el campo estaba tan mal: ¿por qué lo compró el Hércules?, ¿por qué nadie le pidió cuentas al PP de que hubiera dejado, por años y años, que se hundiera? Y si lo compró con un contrato legal: ¿no tendrá que cumplirlo y repararlo? ¿Cuánto dinero, en fin, se va a perder entre tanta operación de compra, recompra, derribo y construcción? Si nos preocupamos por eso, en estos tiempos de crisis, ¿seremos malos alicantinos o agoreros? En definitiva, la cuestión es: ¿qué quiere hacerse de verdad? Porque a mí me parece bien que, en los límites que permite la situación, Alicante apoye al Hércules, claro que sí, y que se estudien formas de patrocinio diverso. Pero, hoy por hoy, todas las alternativas dadas -y van muchas- suponían algún tipo de especulación inmobiliaria. Y ha sugerido la alcaldesa, eufemísticamente, que en todas las ciudades se han hechos cosas así. Pero: A) no es verdad, no en todas; B) también en otras ciudades hay servicios de calidad o centros urbanos ricos y activos o se ha protegido al pequeño comercio, y de eso no se acuerda; C) que algo sea mal de muchos no deja de ser consuelo de tontos. Y es verdad que Ortiz ha puesto mucho dinero y merece gratitud de los herculanos. Pero no es menos cierto que el Hércules -o Aligestión- ha recibido importantes beneficios con la operación de la recompra del Rico Pérez. E, incluso, que Ortiz está devolviendo a la ciudad, por esta vía, una parte de lo mucho que la ciudad le ha dado. Y qué causalidad lo de Ikea. Por no hablar del Gürtel.

Más provechoso y decente hubiera sido que la alcaldesa no se hubiera sentido presionada o que no hubiera tratado de usar este vergonzoso ventajismo de balcón en día eufórico y que hubiera concitado la unidad de todos, renunciando a descalificar de antemano, con chulería impropia de la dignidad de su cargo. Y que, por ejemplo, convocara a otros empresarios -que, es verdad, ya les vale-, a otras fuerzas ciudadanas, con un proyecto claro, razonable y sin dudas de legalidad, para ver cómo puede apoyarse al Hércules. A partir de ahora se va a tratar, me temo, de un trágala, de un juego de buenos y malos, que, de verdad, no ayuda a Alicante. Quizá, así, Castedo gane algunos votos, pero ha vuelto a infligir una herida en la cohesión de la ciudad. Irresponsabilidad, se llama eso.

Decía Antonio Machado que lo difícil e importante era estar a la altura de las circunstancias, pues es muy fácil estar por debajo o por encima de las circunstancias. Eso le pasa a Castedo, que, sin haber logrado en casi dos años nada decisivo para Alicante con su gestión municipal, vive continuamente de gestos que la colocan por encima de las circunstancias: no es ella, es su fotografía. Le alabo el esfuerzo físico, pero no puedo dejar de lamentar que su estatura política máxima la alcance, precisamente, cuando es manteada.