Los datos del último informe sobre rendimiento académico en Educación Primaria son inequívocos: la Comunidad Valenciana ocupa el último lugar del Estado. Si a este inquietante dato se añade que casi el 40% de nuestros alumnos de Secundaria abandona la escuela antes de haber alcanzado la titulación de la ESO -el mínimo educativo para una esperanza de trabajo digno-, el diagnóstico social resulta todavía más alarmante. Mientras que los datos de desempleo generalmente nos provocan estupor, sin embargo, ante el fracaso escolar y la escasez de recursos reaccionamos con mayor conformismo, lamentando la situación de deterioro de la enseñanza pública y buscando la "salvación" para nuestros hijos en otros sistemas educativos (concertados o privados).

Sabiendo la Generalitat Valenciana -pero también la sociedad de la que formamos parte- que la educación sigue siendo una tarea urgente e imprescindible, la Conselleria de Educación ha anunciado que el curso próximo, debido a la crisis, tendrá lugar un importante recorte presupuestario que afectará, especialmente, en un incremento del número de alumnos por nivel educativo, desde el primer curso de Infantil hasta los Ciclos Formativos de Grado Medio y Superior, pasando por Primaria, Secundaria y Bachillerato. Si se permite que la ratio supere los 25 alumnos en Infantil, los 30 alumnos en Secundaria o los 35 en Bachillerato, podemos deducir fácilmente que la calidad educativa disminuirá ostensiblemente. Además, se contempla una reducción del 35% de las becas universitarias y de un 30% también en los imprescindibles programas PCPI para alumnos que, con más de 16 años, no han completado la ESO.

No hace falta ser muy listo para percatarse de la proporcionalidad existente entre la destrucción de empleo y el fracaso educativo. Tampoco estimo que sea demagógico considerar que renunciar a ciertos eventos -Fórmula 1, Copa América, etc.- pudiera fijar otro orden de prioridades económicas. De igual modo resulta incomprensible que al tiempo que se anuncian estos recortes, Font de Mora publique una orden que limita la libertad de expresión en los tablones de anuncios de los centros educativos, pues se exige una autorización previa para colgar determinados documentos y artículos que pudieran ser críticos e inoportunos. El conseller Font de Mora tal vez no entienda que la libertad de expresión y el respeto personal son compatibles; todo cargo político está expuesto a la crítica por parte de la opinión pública -sin caer en la falacia ad hominem, esto es, el error de criticar a la personas en lugar de sus ideas- y hacer lo posible para impedirlo supone adoptar medidas de vigilancia y control que no son propias de un Estado democrático. Dejando de lado la diferente valoración ciudadana de esta insólita medida, sí que parece evidente que los numerosos problemas educativos que padece la sociedad valenciana hace pensar en otras tareas más urgentes: por ejemplo, cubrir bajas de maestros y profesores para evitar que algunos alumnos tengan que adelantar el inicio de sus vacaciones en varias semanas.

El declinar de la voluntad. Ante semejante panorama educativo cuya gravedad parece, como tantas otras cosas, relativizada por la crisis, surgen diversos interrogantes. ¿Cuándo empieza a declinar nuestra voluntad transformadora? ¿En qué momento consideramos inevitable este modelo educativo? Ahora me dispongo a matricular a mi hijo en el primer curso de Educación Infantil (3 años) en un centro público y aunque la ratio aconsejable es de 20 alumnos, habrá tres grupos de 26 alumnos. No es nada recomendable, desde un punto de vista pedagógico y psicológico, este inicio de escolarización, tan esencial para el crecimiento personal e intelectual del alumnado, con grupos tan masificados. ¿Qué hacer, entonces? ¿Esperar a que tenga suerte? ¿O esperar a que esté en un grupo de bachillerato con más de 40 alumnos, si es que llega a algún día a alcanzarlo? Como vaticinaba una lúcida película (Hoy empieza todo), el primer día que un niño pisa la escuela comienza ya a vislumbrarse su horizonte de expectativas. Si nos puede ahora el cansancio, después será demasiado tarde. Si la mitad de los padres y madres fuéramos ahora a los Ayuntamientos y a la Conselleria de Educación a reclamar nuestros derechos, posiblemente algo empezaría a moverse. Todavía estamos a tiempo.