En esto de la fiesta, o se está inoculado con su veneno, o no se está. Quienes no lo están se marchan de viaje tranquilamente, evitándola, y no pasa nada. A quienes sí lo estamos basta con que nos apliquen la porción correspondiente de veneno, para que surja la reacción. Me ocurrió al escuchar el pasodoble Alezad, de J. R. Pascual Vilaplana, que forma parte del menú del disco que difundió hace pocos días este periódico.

Desde los primeros compases, aun sin saber de qué autor se trataba, identifiqué el sonido de Pascual Vilaplana, inconfundible. Un estilo. Una marca de fábrica. Aquella del pasodoble Yakka, una de esas marchas capaces de resucitar a un muerto. Música para soñar. Tanto es así, que ahora que está tan de moda reivindicar a Bach incluso en los funerales laicos, para el mío rogaría que sonara este pasodoble. Porque todo eso inasible por lo que merece la pena vivir, la ilusión, la alegría, el pellizco de un eterno amanecer, se materializan en él.

Una banda de sesenta profesores, bien formados, interpretando Yakka o cualquier marcha similar del maestro Pascual Vilaplana, supone tanto como un pasaporte directo al paraíso. Y eso es fiesta. Fiesta para los sentidos. La que toca la fibra. La que acongoja. Esa que tan poco tiene que ver con la marcha.

Comprendo y respeto a todos los que se marchan durante los días festivos. Pero les digo una cosa: si estuviesen inoculados, no podrían hacerlo. Sé de qué hablo. A mí me ocurre con el Mundial. Como si oyera llover. Ni me inmuto. Reconozco que yo me lo pierdo. No se puede tener todo.