Las nuevas tecnologías nos han acortado tiempos en la comunicación y facilitado una considerable simplificación en muchas de las tareas. Pero curiosamente, con la mejora de la eficiencia y de las comodidades, en lugar de disfrutar de más tiempo, nos hemos confabulado en una trama de urgencias como jamás en la Historia ha ocurrido nada igual. Absorbidos por la urgencia -las falsas urgencias, habría que decir- en medio de una aceleración social general, somos rehenes de la dictadura de lo inmediato como si una permanente "luz roja" estuviese orientando nuestro día a día. Lo urgente se convierte en ordinario, mientras los espacios de reflexión quedan desplazados por una velocidad que tiene más de huida que de realización del presente.

Esta cultura de las urgencias ha desconfigurado la relación con el presente como el único tiempo real que poseemos. La urgencia nos absorbe y condiciona nuestras actuaciones empobreciendo el momento actual y desfigurando una sana construcción del futuro.

Es el reino de la instantaneidad de un presente en tiempo real. La actuación acelerada merma la capacidad para captar la información que nos llega e interpretarla en aras de una inmediatez a todas luces insana. Son las famosas "prisas" que están de moda en las consultas de los psicólogos como una patología que nos impone una urgencia irracional cuyo resultado más importante es la precipitación. Estamos perdiendo cultura reflexiva a favor del "tiempo corto" de actuar por impulsos. Lo importante ahora es actuar deprisa, vivir rápidamente, ya que todo debe ser para ya mismo y cualquier espera prudente se nos antoja estresante.

Vivir óptimamente el presente es otra cosa y, aunque no lo parezca, está marcado por la virtud de la paciencia; no ha habido genio sin paciencia. Sin embargo, vivimos impacientes como si de una tara social colectiva se tratase. Tal vez empezaríamos a ver las cosas de otra manera si nos preguntásemos por qué somos tan impacientes con nosotros mismos. Las urgencias no son más que atajos para mitigar una insatisfacción que nada tiene que ver con el futuro sino con quien las padece, extendida como una mancha entre esta sociedad insatisfecha que tiene de todo y lo puede conseguir en un tiempo récord.

Físicamente nos sabemos en el presente; pero mental y emocionalmente, ¿dónde estamos? Desearíamos estar "más allá", donde soñamos que mora la satisfacción, añorando situaciones pasadas o futuras. Esto supone un estado mental de irrealidad, centrados en la pre-ocupación por el futuro en lugar de estar ocupados en el presente. Despilfarramos nuestra energía hacia el futuro (y el pasado, que nos encadena), cuando la necesitamos aquí y ahora para vivir plenamente.

Aprendamos de los niños, que no tienen pasado ni futuro, por eso gozan del presente, sin las urgencias de los mayores. El futuro no existe. Llegará a ser presente a su debido tiempo, y ninguna urgencia anticipará un milímetro el paso del tiempo. Más vale que nos afanemos en labrarlo a base construir muchos momentos presentes sin que se nos escapen de entre las manos.

Tecnología y tecnócratas nos sobra pero, ¿quién nos va a enseñar estas cosas?