No he conocido a una persona, ni creo que la vaya a conocer nunca, con una pulcritud moral como la de José Saramago. Su insobornable posición política, su sentido de la generosidad, su compromiso con los más débiles y su humildad lo han investido de esa aureola que solo tienen los grandes elegidos. Escribo estas líneas en el mismo momento en que un avión oficial portugués traslada sus restos de Lanzarote a Lisboa en compañía de los más queridos de sus seres queridos. Pero sobre todo pienso en el dolor de Pilar del Río, de quien el único Nobel que ha dado las letras portuguesas afirmaba que era "lo más importante que me ha pasado en mi vida".

Ahora me viene a la memoria los primeros encuentros, telefónicos entonces, con José Saramago recién aterrizado en Lanzarote. Venía autoexiliado, huyendo de la mediocridad cultural del Gobierno de Cavaco Silva (hoy presidente de Portugal, por cierto), cuyo subsecretario de Cultura, un tal Sousa Lara, excluyó su libro El Evangelio según Jesucristo de la lista de candidatos al Premio Literario Europeo. "El libro no representa a Portugal ni a los portugueses", dijo. Saramago le replicó con cuatro palabras: "Ha vuelto la Inquisición". Un viaje casi accidental con Pilar del Río fue premonitorio en el descubrimiento de un paisaje volcánico, desnudo de vegetación, tan diferente al de su tierra. "Aquí nos quedamos", dicen que dijo.

Luego llegaría el primer encuentro personal a propósito de la presentación del libro Exceso de equipaje, de Juan Cruz. Fue una de las pocas veces que acepté hablar en público de un libro debido a mi enfermiza timidez, compartiendo mesa con Martín Chirino y el propio Saramago. Un acto que el escritor recogió en Cuadernos de Lanzarote (1993-1995): "15 de julio de 1995: Pausa de veinticuatro horas en el Ensayo [escribía entonces su celebrada novela Ensayo sobre la ceguera] para presentar en Las Palmas el libro de Juan Cruz Exceso de equipaje, que es una brillante demostración del arte del fragmento intimista y de la observación de lo cotidiano inmediato. Me hizo bien el revulsivo, alivié la tensión que me están causando los ciegos, conocí gente simpática e inteligente, reencontré amigos, como el poeta Manuel Padorno y Toni, Luz y María del Carmen, las profesoras del Colectivo Andersen". Ni que decir tiene que tras el acto seguimos la fiesta con una tertulia acabó a las tantas de la madrugada con café, copa y puro. José Saramago estaba feliz en medio de aquel jolgorio improvisado.

Pero de todos nuestros encuentros del que guardo mejor recuerdo ocurrió en Lisboa en los primeros días de junio de 2001. Visitamos con José y Pilar del Río la Biblioteca Nacional Lusa donde se exponía una muestra del pintor portugués José Santa-Bárbara, una lectura plástica de la novela Memorial del convento. Allí nos recibió Carlos Reis, entonces director de la Biblioteca, y uno de los ensayistas más importantes de la literatura portuguesa, que nos llevó posteriormente a un restaurante que estaba decorado cuadros de escritores portugueses que ya son historia: Camoes, Pessoa, etcétera. Y allí también estaba el de José Saramago, que él desconocía. Me llamó la atención el fondo del retrato, pues era un paisaje volcánico de Lanzarote y un pequeño barco de pesca varado en la playa cuya bandera era mitad portuguesa y mitad española. ¿Una intuición del pintor de las declaraciones posteriores de Saramago en las que afirmaba que dentro de 50 años Portugal y España serán una misma cosa? Ahí quedaÉ

Ese mismo día, mientras el Nobel atendía a un periodista de La Vanguardia en un hotel de la Avenida de la Liberdade, Pilar del Río me condujo por la ruta que figura en El año de la muerte de Ricardo Reis. El personaje de Saramago desamarra Lisboa, la sufre húmeda, la recorre inundada, la pasea entumecido para comprobar si sus recuerdos se corresponden con la realidad, y no como "un grabado a buril reconstruido por la imaginación". Reis va y viene, de un recuerdo a un olvido, de una añoranza a una constatación, para acudir a la cita que un destino común le había deparado con el fantasma de su alter ego Fernando Pessoa. Anduvo calles medievales que no han perdido su encanto, puentes nuevos y viejos, contemplando como siempre y como nunca el castillo de San Jorge, el monasterio de los Jerónimos, la Torre de Belém, la Casa de los Picos, las iglesias de la Concepción Vieja y la de Santa Catalina, el hospital de San Luis, donde falleció el poeta, y el cementerio de Prazeres, donde reposan sus restos.

Recorrer Lisboa a través de los ojos de Pilar del Río, que es como hacerlo con los de Ricardo Reis, es decir, como con los de Saramago, me dejó un recuerdo imborrable. Disfrutar de las calles de "esa ciudad sombría, recogida en frontispicios y paredes" que le ofrecen al transeúnte motivos para la alegría y la tristeza, para la rutina y la sorpresa. Así lo entendieron Pessoa y Reis, que como sabemos son el mismo. Encuentros de vivos y muertos en una ciudad "donde se pierde el Sur y el Norte, el Este y el Oeste, donde el único camino abierto es hacia abajo". Y es justamente hacia allí, hacia abajo fue donde se dirigió Ricardo Reis comprometiendo su vida en amoríos incomprensibles: uno, lujurioso, con una camarera del hotel; otro, platónico, con una doncella lisiada.

Dejamos el hotel Bragança y nos encaminamos hacia la rúa Santa Catarina, donde Saramago sitúa una conversación, entre el frío y la niebla, de los poetas acerca del sentido último de la soledad, de esa, sin límites, que se experimenta estando donde no se está, "la que anda con nosotros, la soportable, la que nos hace compañía. Hasta ésa a veces no logramos soportarla, suplicamos una presencia, una voz, otras veces esa misma voz y esa misma presencia solo sirven para hacerla intolerable". Soledad constitutiva de la vida en las ciudades a la que Lisboa no escapa, no puede sustraerse, porque en ella también habitan el desencanto, la frustración, la comprensión de que la ciudad en la que se vive no es ideal para la realización personal.

Pero si la soledad es triste e inevitable, mucho más lo es el olvido. Con esa sabiduría despojada de intereses y prejuicios, que se adquiere cuando ya la experiencia y la madurez no importa porque la muerte se adueñó de todo, Pessoa le comenta a Reis que sabe a ciencia cierta cuanto es el tiempo requerido para que los muertos pasen al olvido: "Son nueve meses, los mismos que pasamos en la barriga de nuestras madres; cada día que pasa nos van olvidando un poco más, y salvo casos excepcionales nueve meses bastan para el olvido total".

Aquel encuentro con Pilar y José en Lisboa no sólo no quedó en el olvido sino que me provocó una curiosidad sin límites por una ciudad generosa, complaciente, propiciadora de los encuentros de Fernando Pessoa con Ricardo Reis. Hoy lo recuerdo con nostalgia cuando han transcurridos nueve años y no los nueve meses del olvido total del que habla el poeta-personaje, en el mismo momento en que José Saramago está recibiendo en el lugar en que nació ("la patria es más el tiempo en que vivimos que el lugar donde hemos nacido", dijo) el mayor homenaje a un escritor que se recuerde en Portugal en los últimos tiempos. Pero que nadie se olvide: leer su obra es el mejor de todos los homenajes.