Tranquilos. No me voy a referir a los desmanes del señor Camps, ya que la Justicia tiene la última palabra y dictará la sentencia apropiada y merecida. Hoy toca hablar de cosas agradables, o sea, del Hércules. Por si no lo sabían, el padre de Groucho Marx era sastre. Pero no un sastre cualquiera. Él, según su hijo, era un costurero tan peculiar que nunca, pero nunca, usaba la cinta métrica. Probablemente era el único sastre de trajes a medida de todo el mundo que nunca medía la tela a cortar ni a sus clientes. Decía que este artilugio estaba muy bien para que la usaran los enterradores pero nunca para un modisto como él que tenía la vista infalible de un águila. Añadía que si un sastre necesitaba usar este artilugio extensible y medidor, no tenía gran cosa de sastre. El padre de Groucho, para que lo sepan, alardeaba de que podía medir perfectamente a un hombre con tan sólo echarle una mirada y, claro está, confeccionarle un traje perfecto.

Luego, la realidad se mostraba diferente y tozuda. El propio Groucho señalaba que el vecindario del barrio neoyorquino donde habitaban estaba lleno de clientes de su papi. Y él lo sabía bien porque era fácil reconocerlos por la calle: todos andaban con una pierna del pantalón más larga que la otra, una manga más corta que la otra o con el cuello del abrigo indeciso acerca del lugar donde debía apoyarse. El resultado, inevitable, era que el padre de Groucho nunca tenía dos veces el mismo cliente y debía iniciar periódicamente la diáspora a otro barrio. Por motivos obvios.

Ahora que ya podemos disfrutar y esperamos que por muchas temporadas al estilo de cuando José Rico Pérez presidía magistralmente nuestro equipo, los herculanos debemos pasar página de lo que nos ha venido ocurriendo en los últimos quince años, algo parecido a las calamidades que le sucedieron al padre de los hermanos Marx. Hemos ido perdiendo una oportunidad tras otra, nos hemos ido llevando un desencanto seguido de otro y cuando parecía que estábamos abocados a permanecer otro año más en el barrio de la división de plata, Marte y Júpiter se han conjurado para que nos llevemos una enorme y merecida alegría. Parece evidente que las tierras de los antiguos vascones nos van requetebién. Si hace ya largo tiempo Humberto, el meta herculano por excelencia, salía del campo del Sadar de rodillas en símbolo de un ascenso que llevó al Hércules a conseguir una larga estancia en Primera, a inaugurar tres meses después el estadio actual, y a conseguir en la temporada 1974-75 la mejor clasificación de su historia al quedar en quinto lugar y estar a punto de jugar la UEFA, puesto que finalmente ocupó la Real Sociedad por el maldito "goal-average", el partido contra el Real Unión de Irún nos ha devuelto a los herculanos la satisfacción de estar donde siempre debiéramos haber permanecido, por solera del club y prestigio de la ciudad. Inauguramos nuestra vigésima temporada en la División de Honor, en la Liga de las Estrellas. Casi nada.

La felicidad, como en aquella canción que cantara en los sesenta Palito Ortega, más tarde metido a gobernador peronista en la argentina Tucumán, vuelve a inundar a la afición blanquiazul y recordarnos que a partir de agosto el conjunto que dirige Esteban Vigo deberá defender con uñas y dientes los puntos del Rico Pérez, el mismo estadio que, esperamos, acoja a miles de abonados y reciba una remodelación completa de sus actuales y tan penosas instalaciones.

Groucho Marx señalaba que los ingresos semanales de su padre oscilaban entre 18 dólares y nada, en función de los encargos que recibía. Algo parecido a lo que le ha sucedido al Hércules en esta larga y penosa estancia en los infiernos de las Segundas Divisiones. Pero las retransmisiones deportivas pueden cambiar esta situación al ingresar muchos millones de euros con lo que el club podrá gozar de una cierta estabilidad económica que, si es administrada con sensatez, podría significar un punto y seguido en su ya casi centenaria historia. Que nuestros dirigentes no caigan en la tentación de alargar más el brazo que la manga, al estilo del sastre marxista, ya que les podría suceder como al padre de Groucho quien, en el colmo de sus delirios, decidió comprar una máquina plancha-pantalones capaz de planchar, según él, cincuenta pares diarios. El negocio, pues, parecía inmejorable. PeroÉ tan sólo dos meses después, la compañía vendedora de un artilugio que parecía diseñado por el profesor Franz de Copenhague envió un camión a recoger por falta de pago la máquina maravillosa y el señor Marx junto a su extensa familia tuvieron que cambiarse de barrio.