Ya. Alicante está que arde. Este junio no ha habido que esperar a la noche de San Juan. Ayer se disparó la traca más lejos que nunca. En Irún nada menos. La prendió Tote, quién si no. Y, además, cuando había que hacerlo: bien pronto. Se desmarcó, recibió el pase preciso, regateó como a él le gusta hacerlo en apenas una loseta y, desde el fondo de la pista, le puso un regalito a ese Portillo que en el tramo decisivo los mete con lo que haga falta. Más tarde llegaría la descarga definitiva. Desde Sevilla dicen que sospechosa. Lo fue. No tanto como todo lo que ha venido desplegando don Manué dentro y fuera de los estadios. Pero es lo que hay. Lo peor del fútbol -y de tantas otras historias, ojo- es su deriva. Lo mejor, la fe que de forma inaudita se mantiene aún en unos colores y la leyenda que lo envuelve. Parece mentira que a estas alturas de la existencia, con la que está cayendo, con la de motivos que hay para no creer en apenas nada fútbol incluido, se sufra tanto por algo así. Es un misterio que pervive. Ayer se respiraba tensión por todos los poros a pesar de que ya quisiera estar la mismísima selección de lujo que tenemos en las condiciones tan favorables con la que comparecían los herculanos. La gente leía con más ansia las últimas noticias; se enfundaba las camisetas conmemorativas; se dejaba guiar por ritos y fetiches; se acordaba de los seres ausentes y, las escasas horas que restaban hasta el desenlace, les parecía una eternidad. Futbolísticamente, lo ha sido hasta alcanzar esta meta. Como lo fue de forma más acusada la estancia maldita en un pozo aún inferior. Hoy, nada de eso existe. Las calles amanecerán con una amplia sonrisa. Tarde, pero reconfortados. Los seguidores tienen derecho a recrearse en el disfrute. Los dirigentes, lo imprescindible. Habrán de ponerse manos a la obra para fraguar un proyecto sólido a sabiendas de que ahora costará mucho más que en el último intento. Y apostar en serio. Para que toda esta eclosión no se quede una vez más en el sueño de una noche de verano.