He dudado entre escribir esto o no. Pero creo que, de no hacerlo, aparte de traicionarme a mí misma (qué expresión tan rimbombante, por Dios) a quien más estaría traicionando sería al protagonista de esta historia: un estudiante de periodismo. De cuarto curso por más señas, o sea que ya ha tenido tiempo para ir haciéndose una idea del oficio que ha escogido. Presuntamente. Porque cuando medio destapó sus cartas conmigo ya casi al final de las tres horas que le dediqué quijotescamente, detrayendo el tiempo de mi vida personal y mi trabajo para dedicárselo de mil amores a un chaval desconocido, comprobé mi error. Porque es que resulta que a la criatura el periodismo (con perdón) se la trae floja, tanto que desde el principio se dio cuenta de que esto no era lo suyo. Pero perseveró en la carrera. ¿Por qué? Según cuenta, para tener un título universitario que le sirva a la hora de opositar a la cómoda seguridad de algún funcionariado, que dice que es lo que su madre le viene aconsejando varios cursos ya. Vivir para ver. Porque acaece (lo supe después) que su señora madre es profesora. Lo que en principio haría suponer que querría transmitirle a su vástago el amor por el oficio; la vocación, la ilusión, la pasión, la entregaÉ todo eso, ya saben. Pues tampoco.

La cosa fue que la criatura me pidió hacer un trabajo sobre mí, algo que siempre es halagador aunque traté de disuadirle; sin éxito. Como alguna vez me han llamado de la Miguel Hernández para contarles a los alevines de periodistas viejas andanzas mías de "María Miserias" de la pluma, asumí las consecuencias de mis actos pensando: te lías a contarles a los chiquillos aventurejas con los locos presos, los mafiosos, las putas y los sepultureros, y luego te llaman para variar una miaja del Gürtel, los ediles comprados por el ladrillo, la Pantoja, el Cachuli, la Campa y la Andreíta; natural, o sea. Así que acudí al bar de la cita ebria de buena voluntad, tratando de colega al alevín para allanarle el terreno y dispuesta a ayudarle en todo lo que estuviera en mi mano para que le saliera un trabajo de nota. Qué tontuna por mi parte, la Virgen. El muchacho traía impreso un larguísimo interrogatorio policial cuajado de preguntas estúpidas (por ejemplo, la titulación académica de mi familia pasada y presente), al que me sometió tachando sobre la marcha con cara de aburrimiento las preguntas formuladas.

Hasta que me harté: así no se hace, hijo mío, llevamos dos horas y aún no sabes nada de mí. Pues son las preguntas que me pide el profesor (se engalló). Pues le dices de mi parte que esto ni es una entrevista ni es nada. Y entonces llegó la sorpresa: es que es una biografía y tengo que llenar páginas porque si no hago por lo menos veinte, me suspende. A ver, colega: una biografía necesita un acercamiento, una dedicación, leerte la obra del biografiado, tener encuentros con élÉ Ya lo sé. Y si lo sabes, ¿por qué no lo has hecho? Porque tengo mi chica, y mi vida, y otras asignaturas, y no estoy dispuesto a perder mi tiempo. En ese momento yo debería haberle soltado un chinchillanísimo ¡vest'a la mierda, nene!, levantarme y largarme: ya lo sé. Pero me pudo la vena gilipollas y me lié a hablarle del privilegio de poder levantar acta de la vida y de la hermosura total de un oficio que, a veces, puede cambiar el curso de la Historia. Él, mirándome como a una extraterrestre, sólo dijo: pues a mí nadie me va a explotar de becario. Y ahí ya sí que se me echó a hervir la sangre. Pero sobre todo sentí una inmensa, amarga y profundísima tristeza.