Andan últimamente los asuntos tan revueltos en España que los españoles estamos perdiendo la capacidad de sorprendernos. Las actuales cúpulas de los partidos políticos, que tan dignamente defienden nuestros intereses no reparan ni en sus discursos ni en sus actuaciones, en colaborar a tamaño despropósito, al extremo de que el PP se nos presenta ahora como el partido de los trabajadores y el PSOE como el que más daño les hace, o de que el PSC de Montilla se erija en el mayor defensor del catalanismo y CiU en el garante de la españolidad, convirtiéndose su líder Duran i Lleida -el otro, el señor Mas, queda para Cataluña- en el más valorado por todos los españoles en la última encuesta. En tales circunstancias es curiosa la aparición en la escena política de los ex- presidentes González y Aznar, quienes, tras años de silencio o de esporádicas intervenciones para dar un tirón de orejas a los actuales líderes de sus respectivos partidos, se muestran ahora decididos a ponerse de nuevo el traje de faena para apoyarles ante la opinión pública con sus sabios consejos públicos, producto de su valiosa experiencia como gobernantes. Ambos, durante su gestión, brillaron al inicio de sus respectivos mandatos e ilusionaron como nunca a millones de españoles; ambos se apagaron al final generando desilusión a causa, respectivamente, de la corrupción y el belicismo entre otros fracasos. No obstante, a pesar de sus luces y sombras, ambos siempre fueron un claro referente ideológico sin que ello les impidiese practicar el necesario pragmatismo que la gobernabilidad de un país requiere; seguramente es el disloque del gobierno de ZP lo que les hace salir de sus dorados retiros, González para evidenciar que el pragmatismo no es incompatible con la ideología -él por cuestiones pragmáticas tuvo que renunciar a muchos viejos principios antes de que se los impusieran-, Aznar para evidenciar que lo que resuelve una crisis económica es una eficaz gestión y no una ideología -él resolvió la que le dejó González sin necesidad de convertir al PP en el partido de los trabajadores a pesar de no aplicar tan drásticas medidas como las que ZP está obligado a imponer ahora-.

El problema es que si los ex presidentes, comparados por Felipe González con los "jarrones chinos" -que por su cuantiosa valía nadie utiliza y no sabe donde ponerlos-, tienen la tentación de parecerse a los "jarrillos de lata" -que por su utilidad, a pesar de su escaso valor, popularizaron antaño la frase vales más que un jarrillo de lata entre las clases más humildes- acaba siendo un elemento más de confusión en el desalentador panorama dibujado por la crisis económica. Los jarrones chinos, salvo para los muy entendidos en la materia, poco se diferencian unos de otros; instalados todos ellos en las protegidas vitrinas de las lujosas mansiones, que conforman las zonas más selectas y caras de las ciudades, quedan tan lejos de la mayoría de los mortales que sólo los que por razones de trabajo como sirvientes han de quitarles el polvo de vez en cuando pueden acercarse a ellos. Los jarrillos de lata, salvo en sus diferentes formas, eran todos iguales; colgados en cualquier lugar de la cocina y abollados por el uso, quedaban tan cerca de la mayoría de los mortales, especialmente de los más humildes, que sólo esperaban ser utilizados una y otra vez hasta convertirse en imprescindibles para ellos. Utilizar los jarrones como jarrillos es correr el riesgo de romperlos en mil pedazos, mientras que los jarrillos saben muy bien que pocas cosas pueden compartir con los jarrones, independientemente del color que éstos tengan, salvo la aspiración de cubrirse de una pátina de porcelana para parecerse a ellos; algunos hasta lo consiguen.

Precisamente en épocas de profunda crisis social, política y económica como la que estamos sufriendo es cuando menos conviene mezclar los antiguos jarrones chinos con los viejos jarrillos de lata. Estos apenas pueden sufrir más abolladuras por los golpes de la crisis mientras que aquellos apenas sufren pequeños rasguños, siempre reparables, ya que golpes semejantes los harían añicos. Sólo faltaría, para colmo de la desfachatez, que los jarrones chinos, disfrazados de jarrillos de lata, abandonaran a hurtadillas sus lujosas vitrinas para confundirse con estos y convencerles de la conveniencia de seguir soportando los golpes por el bien futuro común. Más coherente, y desde luego más clarificador, sería que cada cual permaneciera en el lugar que le corresponde ya que pasar de jarrón chino a jarrillo de lata es simplemente imposible.

Aunque las ocurrencias de los más claros candidatos a jarrones chinos nos sorprendan diariamente al extremo de que por hartazgo perdamos la capacidad de sorprendernos, tanto Zapatero como Rajoy, tienen todo el derecho a recorrer por sí mismos el camino necesario para conseguir sus metas sin las interferencias públicas de González y Aznar, salvo que estos sean capaces de aproximarles a sus luces y alejarles de sus sombras. ¿Es lo que pretenden? Yo creo que no.