Desde la Eurocopa del 2008, el fútbol parecía una ciencia infalible inventada por España. Eso, al menos, había dictaminado una docta academia de patrióticos analistas. De este principio universal sólo quedaba exento el territorio de Sudáfrica, como quedó demostrado el pasado verano, cuando EE UU les birló la cartera a los confiados chicos de Vicente del Bosque. Avisados estában, por tanto, de que la ocasión podía volver a repetirse a la menor oportunidad, en cualquier otro rincón de tan vasto país. Y, en efecto: si entonces fue en Bloemfontein donde saltó la liebre, ahora ha sido, a 700 kms., en Durban, donde se ha dado el gran chasco. De manera que, agotada a las primeras de cambio toda la munición de contrariedades insalvables, a España no le queda otra que ganar los seis partidos que le restan si quiere quedar bien con los apostantes. Para ello habrá de agilizar ese juego tan amanerado en en el que a veces se recrea y espabilar en el área rival, donde ayer estuvo muy ramplona, con ataques muy previsibles y centros telegrafiados.

Al futbol no se gana solamente teniendo el balón, como creen los amantes de la estadística. La posesión, por si misma, no decide nada; tampoco, casi ninguno de esos datos catastrales importados del baloncesto que han contaminado el balompié. Además de tener la pelota, hay que saber qué hacer con ella. Y, sin balón, también se puede ganar. Que se lo pregunten a Suiza. España consumió tanta bola, que se acabó empachando. El Mundial ya no será el paseo militar que algunos auguraban.