Uno de los problemas de la actual política es su desapego respecto de lo que la gente piensa, de lo que la mayoría considera normal en la sociedad, de las necesidades y pautas a las que se ajusta en su vida ordinaria la colectividad. Cuando la política responde a las exigencias de unos cuantos y no a la general, surge la confrontación y la distancia entre la ley y la sociedad, ente sus dirigentes y el pueblo. Porque las costumbres y la forma de ser de los ciudadanos no se modifican por medio de una ley, que sólo puede imponer y sancionar, pero nunca cambiar las conciencias. Quien así lo cree está tan equivocado que al final todo se vuelve contra él.

Los genios que rigen la vida de los partidos, en ese excesivo deseo de llamar la atención, de modificar las mentes y ajustarlas a sus demostradamente cambiantes y relativas convicciones, se han empeñado en hacer una sociedad diferente, en constituirse en vanguardia, para lo que enuncian principios que ellos no practican. Los partidos son espacios en los que no rige la Constitución, créanme, tengo datos contrastados.

Los últimos años se han caracterizado por un discurso contradictorio que, a la par que habla de libertad y de derechos, declara la negación de deberes y arrebata poderes a aquellos que los ejercían trasladándolos a otros o a nadie, exigiendo a quienes niega potestades, más responsabilidades por un poder que ya no ejercen. Más derechos de todos, más responsabilidades para algunos, pero, negación a estos últimos de potestades para imponer deberes correlativos a sus obligaciones. Muchas obligaciones de los teóricamente responsables, pero menos capacidad para ejercer el poder del que derivan. Se crean, de este modo, auténticos espacios de desgobierno en todos los ámbitos y consecuencias muy graves, que se manifiestan, desde la vida privada con respecto a los hijos y hasta la actuación de los titulares del Poder Judicial. Es la estupidez de quienes no son capaces de analizar la realidad fuera de su imaginario. No son visionarios, ni idealistas, sino autoritarios capaces de imponer sus ideas aunque destrocen la sociedad, la familia, la educación, la justicia o la cultura.

Los padres tienen obligaciones múltiples para con sus hijos y responsabilidades máximas, civiles y penales, que van desde el pago de sus fechorías, hasta imputaciones delictivas cuya causa es el ejercicio incorrecto de la patria potestad. Pero, y ésta es la paradoja, a la vez que se les exigen tantas cuentas, la ley les niega poderes de corrección, de control sobre las vidas de los menores, a los cuales, con mucha ingenuidad y voluntariedad, se les quieren reconocer derechos propios de los mayores. Un adolescente no puede ser seguido en sus comunicaciones por sus padres para conocer sus amistades, sus posibles riesgos con la droga o el alcohol, pero los padres son perseguidos por abandono si no mantienen ese control. Parece que la ley quiere proteger a los menores de sus padres, a los que se pone bajo sospecha, en lugar de depositar la confianza en éstos que, al fin y al cabo, tienen más interés en su desarrollo que un legislador iluso e irresponsable.

Los maestros, esa figura respetable, son hoy, igualmente, objeto de todo tipo de ataques a su autoridad; puestos bajo sospecha en su actuar. Responden de la educación, del control de permanencia, de la conducta de los alumnos, pero carecen de recursos para imponer su autoridad, incluso de medios de exigencia de responsabilidad disciplinaria. Y los padres son los primeros que se prestan a esa cacería absurda en lugar de colaborar con quienes asumen una tutela que nosotros mismos les atribuimos. Los niños no pueden ser educados por los maestros, pero éstos son sancionados si no lo hacen.

Los médicos son otros profesionales sujetos a sospecha, aunque en ellos depositamos nuestra salud y vidas. Asumen miles de obligaciones, pero si se arriesgan a tratamientos tendentes a la curación, si se exceden en su intento de sanar al enfermo, se ven expuestos a demandas por responsabilidad fraudulentas. Trabajan bajo presión. Y esto es malo para todos, pues al fin y al cabo, si no lo intentan no podrán curar nuestras dolencias. Prefiero un médico arriesgado, aunque se equivoque, que uno cohibido y temeroso que me deje en la cuneta para evitar que la ley caiga sobre sus espaldas. Todo desenlace fatal es visto como error médico y a por ellos se lanzan todos como hienas.

Los jueces, por terminar este breve recorrido, se están viendo expuestos a limitaciones de su poder a favor de órganos administrativos dominados por los políticos, pero cada vez son mayores las exigencias de responsabilidad penal o disciplinaria, de manera que les están convirtiendo interesadamente en funcionarios ordinarios, no en representantes de un Poder del Estado. Y no se olvide, los jueces no son meros funcionarios, sino titulares de un poder al mismo nivel que los otros. La ampliación de la prevaricación que se está construyendo se va a convertir en arma poderosa para minorar una potestad, la jurisdiccional, cuya limitación no se sabe bien quién la va a ocupar; pero mucho me temo que sean quienes controlan indirectamente las instituciones.