Hay un lugar en cada ciudad que lleva dentro un goce espiritual, una paz residiendo en él, un temblor de corazón tan manifiesto para quien lo visita que allí nos sentimos felices y empujados hacia otros mundos. Esta calma que somete nuestro paso bajo inquieto anhelo toma forma en Elche como rincón situado a la entrada de la biblioteca de San José; allí donde se dibuja un espacio casi claustral, amable placeta con una cruz que le acompaña cual símbolo permanentemente presente.

Vale la pena detenerse en esta pequeña planicie, bonito mirador abierto hacia el paisaje de la Rambla, cariñoso nombre del río Vinalopó. Porque triunfa allí un aura predestinada para el recogimiento. ¿Cuál será la luz que la exalta? Quizás el verdadero motivo de mi elección sea que en él se remansan -en un punto de encuentro solemne- aquéllos que quieren ensimismarse en los doctos fondos de la biblioteca; quienes llevan sus murmullos de rezos al Cristo de Zalamea, el cual mantiene su humilde presencia en una orilla de la plaza; y también los que descansan de la ley, deshojando callados, las sentencias de los juzgados cercanos. Porque, para infundir paz y misterioso respeto -metiéndose en los ojos y en el alma-, preside este espacio público, como ya he dicho, una cruz de señero alzado. ¡Y cuánto amor limpio sobrevuela entonces! ¡Cuántas sacudidas gozosas trae a mi niñez este desterrado rincón de San José!

Desearía que los recuerdos no se velasen ahora, ante la luz de semejante lugar, el cual -como dije- forma parte de mi vida. Es más: quisiera que aumentaran mis sentimientos, rememorando el Paseo de San José -donde solía jugar con mi hermano-, pero avivándolo con el color natural que tuvo en aquellos días. Ved, ante la iglesia, un campo cerrado, extraña tierra de aspecto funeral, cual cementerio rodeado de nichos. Allí jugábamos los niños. Esta plazoleta cercada por un muro mantenía enhiestos, de tramo en tramo, pequeños casalicios taladrados por hornacinas en las cuales se narraba la Pasión de Cristo. Talmente lo que se llama un "calvario", dispuesto en catorce estaciones, y que entonces era común presidir las ermitas alejadas de los pueblos. Además, recuerdo que semejante "via crucis" fue sufragado con amor generoso por la gente del barrio del Pla. Y una de dichas estaciones -precisamente la dedicada a la caída de Jesús con la cruz a cuestas- fue donada por mi padre, respondiendo así a la voz de la antigua cofradía que, en el templo de San José, moraba. Y hoy resulta milagroso -dada la locura urbanística por renovarlo todo- que permanezca esta diminuta isla de piedra, todavía en pie.

Pero volvamos a la realidad. Dentro de mi frente he vuelto a conjurar el silencio que emana de semejante rincón espiritual -casi sagrado para mí- situado en el Pla de San José. Alguien dirá que han crecido en mi memoria demasiados fantasmas. ¡Sombras lejanas que a nadie importan! Lo siento. Estoy de añoranzas. ¡Quizás hoy me ha tocado palpar eternidades!